La elección de Juan Carlos Campo y Laura Díez como magistrados del Tribunal Constitucional por designación directa del Gobierno y sin esperar al Consejo General del Poder Judicial abrió ayer martes un nuevo frente de batalla entre el PSOE y la oposición. Una oposición que, como informa hoy EL ESPAÑOL, buscará la censura de Bruselas y tendrá el apoyo de todos los demás partidos del Congreso en su rechazo a la decisión del Ejecutivo.
El debate sobre la idoneidad profesional de los dos candidatos es legítimo, pero no es el más relevante ni el que levantó ayer más recelos.
El verdadero debate es la idoneidad política de Campo y Díez, dos políticos que han trabajado en la Moncloa bajo el mando de Pedro Sánchez. El primero como ministro de Justicia (de su Ministerio es el visto bueno a la gradación de penas de la ley del 'sí es sí') y la segunda desde la Dirección General de Asuntos Constitucionales y Coordinación Jurídica del Ministerio de la Presidencia, primero a las órdenes de Carmen Calvo y, luego, de Félix Bolaños.
Díez, además, trabajó como asesora del mismo Estatuto catalán que fue declarado parcialmente inconstitucional por el Constitucional. También ha avalado las leyes de ERC que marginan el español en las escuelas catalanas.
Es cierto que ambos, como magistrados del Tribunal Constitucional, serán previsiblemente recusados y apartados de cualquier decisión sobre leyes en las que hayan estado directamente implicados. Pero la pregunta es hasta qué punto llegará ese distanciamiento en el caso de normas en las que no hayan tomado parte, pero que hayan sido promulgadas por el Gobierno para el que han trabajado hasta hace poco.
La presencia de magistrados con perfil político no ha sido una rara avis durante los últimos cuarenta años. Andrés Ollero, por ejemplo, fue diputado del PP y llegó a ocupar el puesto de portavoz de Educación y Justicia. Cándido Conde-Pumpido fue fiscal general del Estado con José Luis Rodríguez Zapatero.
El mismo Manuel Jiménez de Parga, presidente del Constitucional entre 2001 y 2004, fue ministro de Trabajo entre julio de 1977 y febrero de 1978.
Ha habido más casos como los suyos.
Pero en ninguno de esos ejemplos se da una vinculación tan directa y, sobre todo, tan reciente con el Gobierno como en el caso de Campo y Díez. Una elemental prudencia, en fin, recomendaría que los magistrados del Constitucional hayan mantenido una actividad política muy discreta o prácticamente irrelevante. Y que en el pasado se hayan dado excepciones a esa regla no justifica que hoy se repitan errores similares.
¿Dónde ha quedado además aquel acuerdo al que llegó el PSOE con el PP para la despolitización del Poder Judicial y de la Fiscalía durante las negociaciones para la renovación de los vocales del CGPJ?
Si esa despolitización era buena entonces, con más razón debería serlo para el Constitucional, un tribunal cuya materia de trabajo es esencialmente política como intérprete último de la Constitución. Y el ejemplo más claro de ello son las declaraciones de inconstitucionalidad de los estados de alarma del Gobierno.
Qué opinar, además, del rechazo del PSOE al nombramiento de Victoria Rosell como magistrada del Constitucional por su vinculación directa con Unidas Podemos. ¿Qué elementos jugaron en el caso de su descarte que no operen con la misma fuerza en el de Juan Carlos Campo y Laura Díez?
Si algo demuestran ambos nombramientos, tan desafiantes como legítimos (si incumplen la obligación constitucional de renovar el TC por tercios, como con total seguridad alegará el PP, eso se dilucidará en el futuro), es la necesidad de que PSOE y PP encuentren un terreno común sobre el que decidir las reglas que deben regir en el caso de nombramientos como los del Poder Judicial o el Constitucional.
Ese terreno común no existe en estos momentos, y de ahí la aparición ayer martes de un nuevo conflicto interpretativo en lontananza. Y con los ciudadanos cada vez más distanciados de unas instituciones que se empiezan a percibir sólo como una herramienta más en la batalla política entre bloques, se están sentando día a día las bases para una ruptura de la legitimidad democrática. Si el Gobierno y la oposición esperan salir indemnes de esa ruptura, se equivocan muy profundamente.