Hace sólo tres meses, al hilo de los rumores sobre posibles cambios en el liderazgo de Ciudadanos, Edmundo Bal salió al quite y aseguró que “siempre” guardaría fidelidad política a Inés Arrimadas. Se definió como su “leal escudero” y le ratificó su apoyo: “Le di mi palabra”.
Aquellas palabras, todavía recientes, contrastan con la presentación de su candidatura a dirigir del partido como alternativa a Arrimadas. En este contexto, en una entrevista en EL ESPAÑOL, dijo que “ya es tarde para los pactos”: “Ahora son ellos [Arrimadas y su entorno] los que, si quieren, pueden venir conmigo”.
Hoy, en otra entrevista en estas páginas, el portavoz parlamentario de Ciudadanos en el Parlamento cántabro, Felisuco, alerta sobre el riesgo de mantener esta disputa fratricida. Asegura que está en juego que la única opción genuinamente liberal de la política nacional eche la persiana y pide a Bal que retire su candidatura. No le falta razón.
Los últimos datos demoscópicos revelan que si hoy hubiera elecciones generales, Ciudadanos tendría muy complicado obtener representación en el Congreso de los Diputados.
Está claro que el partido necesita un revulsivo para volver a conectar con los votantes, y que en el actual ambiente de polarización la solución es muy complicada. Pero como desde luego no va a encontrar la fórmula de recuperarse es ahondando la división interna.
Edmundo Bal, hombre de una solidez política indiscutible, debería aceptar la mano que le tiende Arrimadas para remar juntos y en la misma dirección. Sea cual sea el destino de Ciudadanos, tiene que afrontarlo desde la unidad. Si no, el remedio puede ser peor que la enfermedad. Buscar salidas que fragmentan aún más un partido en crisis es un plan suicida.
En un momento en el que la democracia se resiente, envenenada por los bloques, EL ESPAÑOL ha defendido particularmente la importancia de un partido liberal capaz de tejer acuerdos, un partido que no haga depender el país de los extremos. Durante años, Ciudadanos ha mantenido viva esa llama, que ahora languidece.
Sólo por eso, incluso en el caso de que los españoles decidan en 2023 que Arrimadas y los suyos deben salir del Parlamento, la manera de hacerlo nunca debería ser con una batalla campal y entre reproches.