Que la negociación para la reforma de la malversación en el sentido deseado por los malversadores del procés iba a convertirse en un trágala del Gobierno en beneficio de los corruptos se daba por descontado. Pero que, en una grotesca pirueta final, esa reforma fuera a convertir a los políticos corruptos en ciudadanos casi ejemplares, apenas merecedores de multa e inhabilitación, estaba lejos de las previsiones más pesimistas.
El nuevo delito de malversación, tal y como ha sido redactado por el Gobierno en la enmienda aprobada ayer lunes, quedará a partir de ahora dividido en tres tipos de conductas distintas. La primera, la de la apropiación de patrimonio público con ánimo de lucro y para el enriquecimiento personal o de terceros. En la visión del Gobierno, este es el único caso en el que se puede hablar propiamente de corrupción.
No serían corrupción, sino "algo" diferente, los dos casos siguientes.
El primero, el "uso temporal de patrimonio público para uso privado".
El segundo, la aplicación del patrimonio público a un fin distinto a aquel al que estaba destinado, sin diferenciar entre la legalidad o la ilegalidad de dichos fines.
Este último caso sería el aplicable a los líderes del procés, que desviaron dinero público para el diseño y la ejecución de su golpe contra la democracia de 2017, pero que no se metieron ese dinero en el bolsillo ni lo utilizaron "temporalmente" para fines "privados".
Del articulado se deduce además que ni siquiera ese caso, el más leve de todos los contemplados, sería aplicable en su rango de penas más altas a los líderes sediciosos, ya que para que eso ocurra sería necesario que se hubiere producido "un daño o entorpecimiento grave del servicio al que estuviere consignado".
Dicho de otra manera. Un político corrupto podrá robar dinero público, en cualquier cuantía, sabiendo que sólo será condenado a una multa de tres a doce meses y a una inhabilitación de como máximo tres años si ese robo no ha generado un perjuicio grave del servicio al que había sido destinado.
No hace falta especular con la miriada de casos en los que un político podría robar impunemente cientos de millones del presupuesto público sin que el servicio a los ciudadanos se viera afectado de forma "grave". Dado que eso fue lo que ocurrió en Cataluña en 2017 (los hospitales, las comisarías y el transporte público continuaron funcionando con relativa normalidad), es previsible que esa sea toda la pena que merezcan aquellos que roben en el futuro para alzarse contra la democracia.
Ese sería también el caso, por ejemplo, de Barrionuevo o Vera, que fueron condenados en 1998 por malversación, pero que no provocaron una alteración grave del trabajo de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Ese sería, de hecho, el caso de prácticamente todos y cada uno de los políticos que han sido condenados por malversación a lo largo de los últimos 44 años de democracia.
Resulta difícil negar la evidencia de que la reforma del PSOE abre las puertas del presupuesto público a todos los políticos corruptos de España a cambio de un precio mínimo por su delito. El problema no es ya que se reforme el Código Penal para beneficiar a unos delincuentes en concreto, rompiendo en pedazos el principio de universalidad de la ley penal. Es que la reforma del Gobierno incentiva el delito entre aquellas élites sociales con acceso al presupuesto público. Es decir, entre los políticos.
El Instituto de Estudios Económicos, think tank de la CEOE, calcula en 60.000 millones el gasto ineficiente de la Administración pública española. Es decir, el gasto del que se podría prescindir sin que dicha Administración viera afectado en lo más mínimo su funcionamiento. Es probable que la cifra real sea muy superior a esa.
Lo que ha hecho el Gobierno, en definitiva, es regalarle esos aproximadamente 60.000 millones a los corruptos. En el mejor de los casos, para que ese dinero sea desperdiciado, lo cual ya de por sí sería un robo a los contribuyentes españoles.
En el peor, para que sirva para financiar alzamientos contra la democracia, el amaño de elecciones mediante la compraventa de voluntades o incluso el secuestro y el asesinato. De todo ello hay ejemplos en la España de los últimos 44 años.