El ministro del Interior Fernando Grande-Marlaska visitó ayer jueves Algeciras tras el asesinato del sacristán Diego Valencia a manos de Yassine Kanjaa, un inmigrante ilegal marroquí que vivía como okupa en la localidad gaditana y que tenía pendiente una orden de expulsión desde hacía siete meses.
Marlaska ha querido defenderse de las acusaciones de negligencia con el argumento de que el asesino "no estaba en el radar de ningún servicio nacional por radicalización y tampoco en ninguna base de datos de los países en los que ha residido".
Ayer se supo, sin embargo, que Yassine Kanjaa consiguió entrar en moto acuática en Gibraltar en agosto de 2019. Tras ser detenido, fue expulsado sólo una semana después.
La rapidez de las autoridades gibraltareñas contrasta con el dato que publica hoy EL ESPAÑOL. Durante los primeros ocho meses de 2022 se dictaron en España 18.676 órdenes de expulsión. De ellas, sólo se ejecutaron 539. Es decir, el 2,8%.
Es cierto que tampoco el resto de países de la UE lleva a cabo ni siquiera una cuarta parte de las órdenes que se dictan. En 2021, por ejemplo, sólo se ejecutó en Europa un 21% de las 340.500 órdenes de expulsión dictadas por las autoridades, principalmente por la escasa cooperación de los países que deberían recibir a esos ilegales.
Pero incluso en rangos de cumplimiento tan bajos, ese 2,8% de España clama al cielo. Aunque sólo sea por el hecho de que las leyes que no se cumplen, junto con las miles de expulsiones que jamás se ejecutan, arman de razones a aquellos que aspiran a sacar tajada política de los crímenes más abyectos.
Porque ocultar los problemas bajo la alfombra no suele conducir a ningún lugar razonable, aunque esa ocultación se justifique con el argumento bienintencionado, pero estéril, de "no contribuir a la satanización de los musulmanes". Y es que nada contribuye más a esa satanización que el discurso negacionista de aquellos que califican de "racismo" o de "xenofobia" cualquier intento de plantear una solución al problema.
El Ministerio del Interior debería ser consciente además de que la radicalización de la inmigración islámica no es una tesis conspiranoica producto de algún oscuro grupúsculo de ultraderecha, sino una realidad cotidiana en países como Francia, Bélgica o Suecia. Debe ser consciente también de que separar el grano de la paja es la medida más efectiva posible para evitar la demonización de todos los inmigrantes musulmanes.
El Gobierno, por más dificultosa que sea la tarea, no puede renunciar a hacer cumplir la ley y a ejecutar las órdenes de expulsión que penden sobre decenas de miles de inmigrantes ilegales que viven hoy en España. Una mayoría de ellos, como Yassine Kanjaa, en condiciones lamentables y que favorecen su radicalización.
Porque la ilegalidad no implica ni mucho menos la radicalización de la misma forma que la regularización no garantiza la asunción de los valores de una democracia liberal. Pero determinadas circunstancias personales no reman en favor de esa integración. Y si España no puede, por razones obvias, aceptar sin más a todos los inmigrantes que llegan a sus costas, la solución no es otra que aplicarles la ley.
El caldo de cultivo está ahí y el Gobierno, pero muy especialmente el ministro del Interior Marlaska, no puede limitarse a confiar en que el próximo asesino salga de España por voluntad propia ante la incapacidad de las autoridades para expulsarle.