La condena de Miquel Buch, exconsejero de Interior de la Generalitat de Cataluña, a cuatro años y medio de cárcel y nueve de inhabilitación por parte de la Audiencia de Barcelona es una nueva prueba de que los partidos independentistas catalanes, y en este caso concreto Junts, no son un socio parlamentario razonable, ni deseable, ni conveniente para un Gobierno democrático como el español.
Buch fue condenado este jueves por los delitos de prevaricación y malversación por fichar a un sargento de los Mossos d'Esquadra, Lluis Escolà, como escolta del prófugo de la justicia Carles Puigdemont tras su huida de España. Escolà ejerció dicha función, y presumió de ella públicamente en Twitter, mientras cobraba un sueldo público como asesor de la Consejería de Interior.
Escolà, además, fue nombrado por Buch tras haber sido expedientado y expulsado del Área de Escoltas de los Mossos por haber facilitado la huida de Puigdemont a Bélgica. A los delitos concretos por los que se ha condenado Buch se suma, así, la impunidad, rayana en la desfachatez, con la que Buch y otros altos cargos independentistas se han conducido durante los últimos años, haciendo y deshaciendo en las administraciones catalanas como si en la región no operara el Estado de derecho.
Puigdemont (que durante el juicio intentó proteger a su escolta) ha reaccionado a la condena afirmando que "España está podrida en sus fundamentos". También ha calificado de "acto de barbarie" la sentencia de los jueces de la Audiencia Provincial de Barcelona.
Estas simples afirmaciones deberían bastar por sí solas para que Sánchez rompiera de inmediato sus negociaciones con el prófugo y su partido. Especialmente cuando, tras los mencionados exabruptos, Puigdemont se reafirmó en su intención de no renunciar a la unilateralidad.
Para rematarlo, el expresidente de la Generalitat dijo sentir "desconfianza" hacia el Estado español, como si fuera este el que le debe algo a quien desafió la legalidad y se alzó públicamente contra la democracia en octubre de 2017.
Evidentemente, el responsable último de la suficiencia y la soberbia de Puigdemont es Pedro Sánchez, que ha devuelto al prófugo el papel protagonista y el foco público que había perdido durante los últimos años, concediéndole la categoría de interlocutor válido del Gobierno.
Tan válido, de hecho, como para plantearle al PSOE exigencias que desbordan la Constitución, quiebran el principio de igualdad entre españoles y nos conducen a un cambio de régimen por la fuerza de los hechos consumados.
¿Cómo sería, entonces, la Cataluña a la que aspiran los partidos independentistas a la vista de su reacción a sentencias judiciales tan indiscutibles como la de Buch?
¿Una en la que los funcionarios y los altos cargos de la administración puedan utilizar los fondos públicos para la contratación de personal a su servicio exclusivo? ¿Donde esos funcionarios y altos cargos encubran, cooperen y presuman de su actividad al servicio de delincuentes huidos de la justicia?
¿Y qué otra cosa es la pretensión de incluir a Laura Borràs entre los futuros beneficiados por la amnistía de Sánchez, sino impunidad predemocrática?
Es imposible que el presidente no sea consciente de hacia dónde conduce esta deriva. Es imposible que crea, sinceramente, que pactar con Junts tiene como objetivo "frenar a la ultraderecha", o que Puigdemont, Otegi, Yolanda Díaz o Junqueras son socios de gobierno preferibles al PP de Feijóo.
La reacción catalanista a la condena de Buch expone de nuevo, por si hicieran falta más ejemplos que los ya conocidos, el concepto de democracia que defienden los partidos independentistas. Una democracia corrupta, impune y más cercana a una república populista fallida que a una democracia como la española.
Sánchez no tendrá muchas más oportunidades de hacer lo correcto. La condena de Buch, y las reacciones del independentismo a ella, pueden ser el penúltimo signo de alerta para él. Se lo están diciendo incluso en su propio partido. Este no es el camino.