El Congreso de los Diputados celebrará hoy la primera sesión parlamentaria en la que podrá emplearse el catalán, el euskera y el gallego. Una iniciativa cuya absurdidad alcanza a su misma puesta en marcha, dado que las lenguas cooficiales se utilizarán para debatir, precisamente, la reforma del reglamento que habilitará su uso.
Esta es la consecuencia del acuerdo alcanzado por la Mesa del Congreso para dar cumplimiento a las exigencias impuestas por los nacionalistas a cambio de su voto favorable a la presidencia de Francina Armengol.
El hecho de que el PSOE optara por una tramitación exprés, para que la modificación entre en vigor antes siquiera de la votación de la proposición de ley, basta por sí solo para demostrar que la consumación del Congreso políglota no responde a una reforma sosegada de la regulación para abordar la pendiente y escabrosa cuestión lingüística española. El debate sólo se ha abierto cuando Pedro Sánchez lo ha necesitado para amarrar una mayoría parlamentaria.
La irracionalidad de esta impostura se redobla si se piensa en la manera en la que se va a poner en práctica. Y no sólo por el notable gasto que va a suponer la compra de auriculares, la contratación de intérpretes y la compleja intendencia para una traducción simultánea.
También porque consiste en la teatralización de una realidad ficticia. Al fin y al cabo, ¿en qué idioma se supone que van a hablar los diputados nacionalistas entre sí en los pasillos del Congreso? ¿En cuál se dirigirán a los servicios de la Cámara y al personal del complejo? ¿En qué lengua harán sus declaraciones a los periodistas?
Además, ateniéndose a la lógica con la que se ha justificado el Parlamento políglota, se llega incluso a la necesidad de escenificar el disparate de la traducción inversa. Es decir, del español a las lenguas cooficiales. ¿O acaso no se colocarán los nacionalistas el pinganillo cuando un orador se dirija a sus señorías en español, una lengua que todos los diputados hablan?
A todo esto se suma la paradoja de que quienes demandan el plurilingüismo en las Cortes son los mismos que abogan por el monolingüismo forzoso en los territorios en los que gobiernan. No se entiende, por ejemplo, que el Gobierno haya considerado prioritario garantizar la diversidad idiomática en el Congreso antes que su protección en Cataluña, donde sigue permitiendo que la Generalitat incumpla la sentencia del Tribunal Supremo del mínimo del 25% de enseñanza en catalán.
Y es que a nadie se le escapa que la aceptación de las lenguas regionales en el Parlamento es indisociable del "debate territorial" que los separatistas quieren reabrir. Un levantamiento de barreras lingüísticas que tiene el propósito de subvertir el papel cohesionador de la lengua para convertirla en un elemento de desunión y discordia que priva al resto de españoles de la condición de ciudadanos y los convierte en extranjeros.
Este programa reaccionario es una herramienta más para la creciente cantonalización que afecta a España, olvidando que cada diputado representa al conjunto de los españoles, y no a sus respectivos territorios.
En esta transición desde una nación de ciudadanos soberanos a una "nación de naciones" se pervierte también la esencia del Parlamento, cuya función prioritaria es la deliberación mediante el uso de la lengua común que todos hablan y entienden.
Armengol se equivocó al afirmar que la medida hará que el Congreso se parezca más a la "España real". Porque de lo que se trata, más bien, y parafraseando a Adolfo Suárez, es de "elevar a la categoría política de normal lo que en la calle es plenamente normal".
Y esto es justo lo contrario de lo que se pretende hacer, recurrir a idiomas regionales, cuando la "España real" habla entre sí en la lengua común. Una que permite que todos los españoles se comuniquen entre ellos. Incluso Andoni Ortuzar y Carles Puigdemont en su última reunión en Waterloo.