Después de la multitudinaria manifestación organizada por el PP el pasado 24 de septiembre, el constitucionalismo se ha vuelto a congregar en una concentración no menos masiva este domingo en Barcelona, contra la amnistía que Pedro Sánchez negocia a cambio de los votos de Junts para su investidura.
La protesta ha sido al mismo tiempo una invocación simbólica de la marcha que el 8-O de 2017 reunió a casi un millón de personas en defensa de la unidad nacional y de la Constitución, una semana después del referéndum ilegal. Y aunque la de este domingo se ha quedado muy lejos en términos de convocatoria, ha sido mucho más populosa que las recientes celebraciones de las efemérides independentistas del 11-S y el 1-O.
Incluso si realmente sólo hubieran acudido a la capital catalana 50.000 manifestantes (una cifra oficial imposible de contrastar, pues la Guardia Urbana se ha resistido a ofrecer imágenes aéreas del Paseo de Gracia), la afluencia es suficiente para constatar una vez más que son minoría quienes respaldan la concesión de la medida de gracia a los responsables del procés.
Por eso resulta comprensible la irritación del Gobierno ante este nuevo episodio de contestación social transversal a sus interesados arreglos con el independentismo, que ha vuelto a desbordar sus expectativas y la de los propios convocantes.
Sorprendentemente, Sánchez venció el tabú y pronunció por primera vez la palabra "amnistía" el pasado viernes, cargando de razones a quienes iban a protestar contra ella unos días después. Este nuevo 8-O es la evidencia más elocuente de que, por mucho que el presidente y sus terminales mediáticas vayan a intentarlo, no lograrán hacer tragar a los españoles el relato de que el olvido penal a Puigdemont y los suyos es la "forma de superar las consecuencias judiciales de una de las peores crisis territoriales de la historia de la democracia".
Al contrario, hay una inmensa mayoría cada vez menos silenciosa que entiende que sus tratos de favor al separatismo lesionan gravemente la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, la división de poderes y la legitimidad de las instituciones españolas.
Por eso, no se puede más que lamentar el desafortunado análisis de Salvador Illa, al afirmar que "no es tiempo de manifestaciones". Ha querido denostar la protesta trasladando la idea de que ha consistido en un acto de "la derecha de la mano de la ultraderecha", para "generar miedo y sembrar crispación diciendo que se rompe España".
Se trata de un relato falaz no sólo porque la concentración ha sido convocada por una asociación cívica y organizada no por partidos políticos, sino por la sociedad civil.
También porque el propio Illa, junto a otros destacados socialistas como Josep Borrell o Miquel Icita, se manifestaron en defensa de la unidad de España seis años atrás en las calles de Barcelona. Esta marcha ha tenido un propósito análogo, ya que la amnistía sólo puede entenderse como la antesala de la autodeterminación.
Resulta muy doloroso no haber podido ver a ningún representante del PSC ni del PSOE en esta concentración. Queda probado nuevamente que uno de los dos grandes partidos de Estado ha abdicado de su tradicional papel de cimentador de la cultura política constitucional y de la unidad nacional.
Por el contrario, el PSOE parece decidido a seguir explotando el eje izquierda-derecha, para apuntalar una política de bloques que ha creído más provechosa electoralmente que el eje consitucionalismo-secesionismo. Una insensatez, pues el veto contumaz a la derecha sólo puede sostenerse estableciendo alianzas con quienes amenazan la integridad del país.
Ha sabido poner la cuestión en sus justos términos el exalcalde de La Coruña, Paco Vázquez, única representación socialista (aunque del "PSOE de ayer") este 8-O: "No es un debate de derechas contra izquierdas, sino de constitucionalistas contra rupturistas".