Aunque los dos varapalos jurídicos que sufrió ayer el Gobierno no tendrán mayores consecuencias en su estabilidad, son sin duda una señal de alerta que pone el foco sobre la escasa pulcritud con la que Pedro Sánchez se ha conducido en el nombramiento de cargos institucionales clave.
El primer varapalo llegó a media mañana, cuando una mayoría de ocho vocales del Consejo General del Poder Judicial consideraron no idóneo para el cargo a Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado. Es la primera vez en la historia de la democracia que un fiscal general es rechazado por el órgano de gobierno de los jueces.
El pronunciamiento del CGPJ se basa en parte en la reciente sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo en la que se afirmaba que el fiscal general había incurrido en desviación de poder para favorecer a Dolores Delgado, la responsable de su nombramiento, ascendiéndola a la categoría de fiscal de Sala.
La negación del plácet del CGPJ al fiscal general no tendrá sin embargo consecuencias dado que no vincula al Gobierno.
Sí afecta al Gobierno la sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo que se hizo pública a mediodía de ayer jueves y que anuló el nombramiento de Magdalena Valerio, exministra de Trabajo con Pedro Sánchez, como presidenta del Consejo de Estado al no reunir el requisito imprescindible de ser una "jurista de reconocido prestigio" exigido por el artículo 6 de la Ley Orgánica del Consejo de Estado.
"La notoria y sobresaliente trayectoria de doña Magdalena Valerio Cordero (ministra, diputada, consejera, teniente de alcalde, concejal, entre otras responsabilidades públicas) sin duda alguna acredita su profunda experiencia en asuntos de Estado", dice el Tribunal Supremo, "pero no sirve para tenerla por jurista de reconocido prestigio".
La sentencia obligará al Gobierno a nombrar un nuevo presidente para el Consejo de Estado, su máximo órgano consultivo.
Ambos casos tienen algo en común. La arbitrariedad con la que el Gobierno ha nombrado a miembros del PSOE, o muy cercanos al partido, como altos cargos en organismos clave del Estado. En la ocupación indisimulada, en definitiva, de las instituciones del Estado en beneficio propio y haciendo caso omiso de la más elemental urbanidad democrática.
Los casos de la Fiscalía General del Estado o del Consejo de Estado no son una excepción. El Gobierno ha actuado de la misma manera en el CIS, en el Tribunal Constitucional (con el nombramiento de Juan Carlos Campo y Laura Díez) y en el Tribunal de Cuentas, así como en varios organismos que dependen de la Administración, como Renfe, Aena o el SEPE.
El Gobierno no puede seguir deslizándose por esa pendiente. La de los ataques a la separación de poderes, la del arrinconamiento de los órganos consultivos y la de la ocupación de las instituciones del Estado por miembros del partido en el Gobierno o muy cercanos a él. La democracia no es un mero mecanismo de elección de líderes que se produce cada cuatro años y que legitima cualquier decisión de estos, sino también el apego a unos principios éticos e incluso estéticos cuya existencia no es anecdótica. Y la colonización de las instituciones no encaja en esos principios.