Ningún ciudadano español, sea cual sea su ideología, puede sentir otra cosa que repulsión instintiva por las acciones que los abogados del PSOE describen en su denuncia a la Fiscalía por los hechos del 31 de diciembre frente a su sede de Ferraz.
La denuncia considera que los hechos de Nochevieja (el apaleamiento de la piñata, los insultos, las amenazas e incluso el coqueteo con la idea de un magnicidio contra el presidente) pueden ser constitutivos de hasta seis delitos: amenazas, injurias, delito de odio, desórdenes públicos, manifestación ilícita e injurias graves contra Pedro Sánchez.
Este diario ha expresado en anteriores editoriales sus dudas, compartidos por destacados juristas y magistrados españoles, de que los hechos descritos puedan ser constitutivos de un delito de odio, castigado con hasta cuatro años de cárcel, o de cualquier otro de los presuntos delitos mencionados en la denuncia del PSOE.
Para sostener jurídicamente sus pretensiones, el PSOE se ampara en dos condenas previas por ataques a Vox y Santiago Abascal por delito de amenazas y delito de odio.
En relación al delito de odio, aquel en el que más ha insistido el PSOE, es dudoso que pueda sostenerse jurídicamente la tesis de que las ideas socialistas están perseguidas en España a la vista de que el partido que ocupa hoy la Moncloa, y que la ha ocupado durante 25 de los 45 años de democracia es, precisamente, el de Pedro Sánchez.
Sí es cierto, como dice la denuncia, que la Audiencia Provincial de Madrid sostuvo que no es necesario ser "una persona vulnerable" para ser sujeto pasivo de un delito de odio.
Pero también lo es que el rechazo por las políticas y los pactos de Sánchez no pueden ser considerados más que legítima crítica política en un Estado democrático. Por muy ácida, burlona o incluso de mal gusto que sea esa crítica.
Pero más allá de la calificación jurídica de los hechos está su valoración política, que es la que nos corresponde a los medios y a los ciudadanos españoles como unidad elemental de esta democracia que hoy es atacada por populistas de uno y otro extremo político.
Ningún demócrata puede sentirse cómodo con la conversión de una protesta inicialmente legítima en una ceremonia rutinaria de acoso, burla e injurias frente a las puertas de la sede de un partido político. Porque esas son escenas más propias de las muchedumbres linchadoras de la Revolución francesa o de la Revolución de Octubre.
Y aunque es cierto que la violencia no ha pasado por el momento del terreno de lo simbólico, también es cierto que la agresividad con la que se expresan algunos de los participantes en esas protestas permite dudar de qué ocurriría en el caso de que la sede del PSOE no estuviera protegida por la Policía Nacional.
Es cierto también que esas protestas son cada vez más minoritarias y que unas pocas docenas de exaltados con discursos y creencias disparatadas no son representativos del ciudadano español medio.
Pero también lo es que, precisamente por su marginalidad, los partidos políticos españoles, incluido el PP, deben encontrar la manera de desmarcarse rotundamente de Vox si este insiste en no condenar hechos como los del 31 de diciembre o como las bravuconadas y amenazas de Javier Ortega Smith en el Ayuntamiento de Madrid.
La violencia física, cuando llega, no suele hacerlo abruptamente y brotando de la nada, sino tras un más o menos prolongado periodo de banalización de la violencia simbólica. Primero se demoniza al oponente, luego se ejerce violencia simbólica contra él y posteriormente, cuando el caldo de cultivo llega al punto de ebullición, se ponen en práctica las ideas que han sido tantas veces ensayadas "en efigie".
La historia rebosa ejemplos de lo anterior. Es tarea de partidos, tribunales y ciudadanos que no ocurra de nuevo en la España de democracia.