Pedro Sánchez ha pronunciado este miércoles en el Foro de Davos uno de sus discursos más notables, haciendo gala de una singular hondura y robustez doctrinal. Lo cual no implica que no puedan planteársele algunas reservas al subtexto intervencionista que se colige de sus palabras, por lo demás muy coherentes y sólidas.
Pocas objeciones cabe oponer a la petición del presidente de coordinar "una gobernanza global de la digitalización", especialmente en lo referente a la Inteligencia Artificial. Es un acierto su alusión a "las promesas vacías de algunos gurús de Silicon Valley".
Porque es indiscutible que los últimos avances de esta tecnología entrañan potenciales efectos altamente perturbadores sobre la privacidad y el sustento de las personas. Y que, en la misma línea que el reglamento recientemente aprobado por la UE para regular la Inteligencia Artificial, es necesario que los poderes públicos orienten el curso de la innovaciones (a menudo regidas únicamente por la búsqueda del rédito económico) para que se traduzcan en un bienestar para la mayoría.
Pero al defender la participación del Estado en la nueva revolución industrial, Sánchez ha ido un paso más allá de la mera reivindicación de unas políticas de equilibrio que contrarresten la tendencia a la concentración del poder.
En su intervención ha querido ligar el éxito de las empresas y la prosperidad de los países al cumplimiento de las metas ecológicas, del compromiso con la igualdad de género y a la participación activa del Estado en la economía.
Es decir, trasladar la idea de que los principios del vademécum progresista no sólo son compatibles con el crecimiento económico, sino que son su condición necesaria. Y que es posible armonizar el favorecimiento de las oportunidades para el crecimiento y la competitividad con una amplia cobertura social.
Sánchez ha sentenciado, con una rotundidad acaso demasiado osada, que "las políticas neoliberales no funcionan". Y ha instado a los principales líderes políticos y empresariales del mundo a "definir un nuevo paradigma de prosperidad para todos".
Exhibiendo una vez más su vocación de líder internacional, Sánchez ha cifrado la labor de España en la contribución a "una nueva ortodoxia económica y social".
El discurso del presidente engarza con la lectura que se hace desde la izquierda del actual momento político, como el de la constatación de la obsolescencia del modelo de desregulación y primacía de la iniciativa privada que rige en Occidente desde finales de los setenta.
Está emergiendo un nuevo consenso entre algunos gobiernos europeos y otros como el estadounidense sobre la necesidad de un cambio en la teoría y la práctica de la economía política. Especialmente tras el momento catártico de la pandemia, que habría impulsado que se generalizase una sensación de agotamiento de las promesas de ascenso social del régimen "neoliberal", alumbrándose una petición ciudadana de mayor seguridad por parte del Estado.
En el discurso de Sánchez laten las ideas de economistas progresistas de nueva ola como Thomas Piketty (un referente también para Yolanda Díaz), que ha abogado por una política económica consagrada a paliar la desigualdad.
Y, sobre todo, la llamada del presidente a "no tragarse los viejos postulados neoliberales que presentan al Estado como un ente puramente extractivo" deja traslucir las tesis del "Estado emprendedor" de Mariana Mazzucatto, que ha defendido el papel del sector público en la innovación y la creación de valor.
Sánchez se ha posicionado del lado de la actualización del ideario socialdemócrata, urgida por el declive de esta opción política en Europa y por la crisis del Estado de bienestar.
Hasta ahora, la socialdemocracia se concebía desde la óptica de un contrato social en el que el capitalismo se encargaba de la creación de riqueza, mientras el Estado se ocupaba de corregir los fallos de mercado. Ahora adopta un enfoque más ambicioso: no sólo socializar la prosperidad producida gracias al progreso técnico, sino contribuir a ambos.
La idea es sugestiva e inteligente. Pero también peligrosa.
Porque lo que se plantea ya no es que el mercado y el Estado se necesitan mutuamente, sino que el mercado necesita al Estado más que a la inversa. Sánchez ha afirmado que las "empresas no son nada sin la democracia que las sustenta".
A la postre, tras este "nuevo paradigma" está el viejo intervencionismo de siempre. Y lo cierto es que, aunque pueda ser cierto que los actores económicos no generarían riqueza sin la seguridad del Estado de bienestar, la injerencia económica del Gobierno suele más bien lastrar el dinamismo económico y la competitividad. Y hacer que luego no quede riqueza que repartir.
Sánchez ha llevado a Davos su concepción de un Estado tutelar que participa en sectores estratégicos como la Defensa o las telecomunicaciones, coherentemente con la reciente entrada de la Sepi en el accionariado de Telefónica.
Pero el llamado de Sánchez a un "círculo virtuoso" entre el sector privado y el público contrasta con la praxis doméstica de su Gobierno en materia económica. ¿O acaso puede tildarse a España, como ha hecho el presidente, de "paraíso para las empresas", cuando se ha instalado una política de subidas impositivas, subsidios generalizados y aumento unilateral de las cargas económicas sobre las compañías?
Sánchez dice "no creer en la mano invisible del mercado", que a su juicio siempre actúa para mal. Pero tal vez muestre demasiada confianza en la solvencia de la mano visible del Estado.