Los abogados de Donald Trump han celebrado durante los últimos meses el éxito de su trabajo. Si bien el expresidente y candidato a la presidencia por el Partido Republicano se llevó algo más que un rasguño en su último juicio civil por fraude fiscal, resuelto con un acuerdo económico de 450 millones de dólares, también vio cómo las cuatro causas penales más graves le daban un respiro con sus eternos retrasos.
En este grupo de causas pendientes están las investigaciones por posesión ilegal de documentos clasificados y por conspirar para evitar el traspaso de poderes tras su derrota electoral en 2020.
Los retrasos de esos procedimientos le dieron aire a Trump en un año decisivo, con el magnate determinado a volver a la Casa Blanca y con muy buenas perspectivas para las elecciones de noviembre.
En estas circunstancias, Trump sufrió ayer un contratiempo si no fatal, sí desde luego muy dañino para su campaña.
Trump fue declarado culpable de 34 cargos por falsificar documentos para encubrir un escándalo sexual con la actriz porno Stormy Daniels, cuyo silencio compró por miedo a que lastrase sus opciones en la carrera presidencial de 2016.
La sentencia final, sin embargo, no se conocerá hasta el 11 de julio y es improbable que implique su ingreso, inmediato o no, en prisión.
Cualquiera podría pensar que el daño para su reputación será letal. Pero la realidad es que resulta difícil medir el impacto que tendrá la decisión sobre la campaña. Nunca antes un condenado por los tribunales había sido candidato a la Casa Blanca.
Lo que sí se sabe es que la acumulación de casi un centenar de cargos no ha impedido, a cinco meses de las elecciones, que la media de las encuestas siga anticipando la victoria de Trump con el 46% de los votos.
El actual presidente de los Estados Unidos y candidato de los demócratas, Joe Biden, se queda en el 44% de los apoyos. La situación evoca el triunfalismo de Trump tras su irrupción en la política en 2016, cuando dijo que podría detenerse en la Quinta Avenida de Nueva York, tirotear a un viandante y no perder ningún voto.
Trump ha convertido esta campaña en un juicio popular sobre sí mismo, presentándose como la víctima de una persecución política patrocinada por las élites demócratas y aplicada por los jueces.
Tras conocerse el veredicto, Trump ha llegado a definir los Estados Unidos como "un Estado fascista". La acusación es absurda. Sin embargo, millones de votantes compran su relato, y el candidato republicano espera que sean precisamente ellos quienes impongan en las urnas la impunidad que le niegan los tribunales.
El auge de su movimiento populista, uno de los más arraigados y mejor afianzados de las sociedades occidentales, es el síntoma de un pueblo dividido y de una democracia enferma. Si el respeto de las reglas fundamentales de una democracia no es una línea roja, si se aplauden los ataques constantes a los jueces y se cuestiona la separación de poderes, ¿cómo no temer que avalen una deriva autoritaria de su país?
Es más. Si a millones de ciudadanos no les importa que Trump, después de perder las elecciones de 2020, animara a sus hordas a tomar el Capitolio, ¿qué puede importarles una sentencia como esta?
El caso de Stormy Daniels es el menos grave de los que pesan sobre Trump. Pero si no le penaliza en la campaña, o si incluso le impulsa en su camino a la presidencia, sentará un precedente peligroso para Estados Unidos y el resto de Occidente.
Y no sólo eso. Estados Unidos todavía no conoce la cara más oscura de Trump. El magnate regresaría a la Casa Blanca con ánimo de revancha, con un conocimiento más profundo del funcionamiento de las instituciones, con el propósito anunciado de atropellar cualquier contrapeso y sin apenas ataduras.
Lo que se decidirá en noviembre, pues, es algo más que el próximo presidente.