El pueblo venezolano estuvo ayer domingo a la altura de una jornada histórica para el país y salió a votar masivamente por el cambio después de veinticinco años de chavismo. Las encuestas más serias auguraban una victoria muy clara de la oposición, suficientemente amplia como para que Nicolás Maduro no tuviese más remedio que aceptarla, echarse a un lado y permitir una transición de poder que devolviera la libertad y los sueños de prosperidad a los venezolanos.
Esta opción se derrumbó cuando el Consejo Nacional Electoral, controlado por el chavismo, dio unos resultados difíciles de creer: una victoria de Maduro con el 51% de los votos contra el 44% del demócrata Edmundo González Urrutia.
Lo que se volvió a vivir ayer en Venezuela es que no importa quién vota, sino quiénes cuentan los votos, y por esta razón la oposición se cuidó de tener testigos en todos los puntos electorales. La candidatura de González Urrutia celebró una victoria con el 70% de los apoyos, en coincidencia con sondeos a pie de urna como el de Edison Research, que registró un 65% de votos al candidato opositor y un 31% para el actual gobernante. Es previsible que, con el paso de las horas, se acumulen más y más pruebas de los métodos del chavismo para el pucherazo.
Nadie se puede dejar sorprender por que Maduro se autoproclame vencedor amparado por una autoridad electoral a su servicio. Los precedentes están en la historia del pasado, pero también en la del presente. El heredero de Hugo Chávez ya impidió la participación de la popular María Corina Machado en las elecciones, malogró la llegada de observadores internacionales independientes (como la delegación del PP) y boicoteó el voto de casi cinco millones de venezolanos en el exterior para facilitar su victoria. Era ingenuo pensar que, con toda la maquinaria autoritaria a su disposición, no iría más lejos.
Una de las preguntas obligatorias en estos momentos es la siguiente. ¿Cómo de amplia tuvo que ser la victoria de la oposición para que este régimen, construido y sostenido sobre la corrupción, la violencia y la mentira, anunciase el triunfo de Maduro por un margen tan pequeño? Pero la cuestión más importante es otra. ¿Qué viene ahora?
María Corina Machado advirtió de que no aceptarán “el chantaje de que la defensa de la verdad es violencia”: “Violencia es ultrajar la verdad”. De este modo invitó a los ciudadanos a movilizarse pacíficamente y proteger las urnas de los colegios, y a los militares a hacer valer la voluntad popular, y no al líder que la usurpa. Maduro, por su parte, dio un discurso de confrontación abierta con las democracias liberales: “No pudieron con las sanciones y no podrán jamás con la dignidad del pueblo de Venezuela”.
Lo previsible es que los enemigos de la democracia premien este proceso corrompido aceptando su resultado. Lo apremiante es que las democracias del mundo levanten la voz, y entre ellas España tiene una responsabilidad especial.
Los países que reconozcan estos resultados mostrarán su verdadero rostro. Ningún líder comprometido con la libertad y la dignidad de los venezolanos puede mantenerse al margen. Con la presión interna no será suficiente. La historia reciente de Venezuela demuestra la dificultad de extirpar el mal por la vía pacífica. Tampoco hay una solución justa ni viable desde la violencia.
Es muy significativo que el presidente chileno Gabriel Boric, procedente de la extrema izquierda, haya firmado un documento con otros siete países pidiendo un recuento transparente. O que el representante del presidente brasileño Lula da Silva en Caracas no acudiera al acto de celebración de los resultados de Maduro y que su gobierno ponga en cuarentena la credibilidad de los datos, como acredita que solicite la verificación del Centro Carter y del panel de expertos de las Naciones Unidas.
Lo mínimo que se puede pedir a las democracias es que exijan un recuento “justo y transparente”, como han reclamado Estados Unidos y la oposición, porque la verdad está en las actas. Lo contrario será complicidad con el chavismo. Aceptar el resultado de Maduro sin una verificación independiente es avalar su dictadura, como han hecho China, Rusia, Irán o Cuba.