Esta semana Pedro Sánchez inicia su séptimo curso político al frente del Gobierno, algo que parece inverosímil si se tiene en cuenta el intricado panorama político con el que ha tenido que lidiar desde que ganó la moción de censura en junio de 2018.

A la vista de que el presidente ha acabado saliendo airoso, de un modo u otro, de todos los embrollos que se le han planteado en el camino, podría pensarse que los que se le abren para el nuevo curso no deberían ser una excepción.

Hay esta vez, no obstante, una diferencia cualitativa que permite hablar del rompecabezas más endiablado que ha tenido que arrostrar hasta la fecha. La legislatura depende de la aplicación del concierto económico catalán que el PSOE prometió con ERC a cambio de investir a Salvador Illa. Y esta medida ha sido y promete seguir siendo mucho más contestada que la Ley de Amnistía.

Se trata del más elocuente alarde del funambulismo que caracteriza a la carrera de Sánchez. Por un lado, el presidente consigue abrochar triunfalmente el largo ciclo electoral, anotándose tras las elecciones catalanas uno de sus mayores éxitos políticos. Pero, a cambio, adquiere un compromiso conducente al tensionamiento de su conglomerado de alianzas parlamentarias.

Para poder aplicar el cupo catalán, necesita reformar la Ley de Financiación Autonómica y, probablemente, también otras normas como la Ley General Tributaria. El problema es que, hoy por hoy, no cuenta con los votos para hacerlo.

No tiene apoyo ni siquiera dentro de su partido, con líderes como Page, Barbón, Borrell y la vieja guardia del PSOE clamando contra este lesivo trato de favor a la comunidad catalana. Y aunque gozara de la lealtad sumisa de su grupo parlamentario, los números no salen en el resto de socios de su mayoría: Izquierda Unida, Chunta y Compromís rechazan el cupo, y hay división en el seno de Podemos, Sumar y el BNG.

No parece que vaya a servir esta vez una labor pedagógica como la acometida para la amnistía. Se trata de un ejercicio tan flagrante de lesión de la igualdad económica con el resto de las autonomías que será fútil intentar adobarlo con consideraciones que invocan el interés general. Y más si la única explicación que ha dado hasta ahora el Gobierno es que lo prometido a ERC no es "ni es un concierto económico ni una reforma del modelo de financiación", sino meramente una "financiación singular".

O bien, como terció Sánchez el pasado julio, que se trata de un acuerdo "magnífico", que preserva la "solidaridad interterritorial" y que constituye "un paso hacia la federalización" del Estado autonómico. Un horizonte que, no sin acierto, ha calificado este domingo Feijóo de "mutación constitucional".

En el improbable caso de que lograse engañar a ERC dilatando la ejecución de su compromiso, hay otra dificultad añadida para agotar el mandato: Sánchez no tiene a día de hoy opciones para aprobar los Presupuestos Generales del Estado de 2025.

Es cierto que al Gobierno le queda la posibilidad de prorrogar por segunda vez los de 2023, y seguir sobreviviendo en su huida hacia delante. Pero esa opción no se aplica al resto de normas, lo que implica que Sánchez no va a poder sacar adelante prácticamente ninguna ley. Lo que a su vez significa que la legislatura no tendría futuro. Incluso recurriendo al atajo del decreto ley, pues ya se ha comprobado que ha experimentado dificultades incluso para convalidarlos.

Cabe recordar que en lo que va de legislatura sólo han prosperado cinco normas, cuatro de ellas de carácter menor y rutinario, y la otra la ley preliminar de la amnistía con la que compró su investidura.

Con la mayoría tan ajustada que tiene en el Congreso, precisa de todos y cada uno de los votos de su Frankenstein para cada votación. Y un Puigdemont desairado tras su aborto de asalto a la Generalitat se mostrará aún más remiso para concederle sus siete escaños.

Ni ERC ni Junts van a respaldar a Sánchez en nada hasta que no tengan garantizadas sus prebendas, lo cual descoyuntará su mayoría por el otro lado. Es cierto que este presidente se marcó como objetivo el mero resistir. Pero hasta los mejores funambulistas acaban cayéndose alguna vez.