Hace tres años escribí algo así como que en las redes sociales las opiniones tenían que tener el nombre y el apellido de su autor por delante. Y, a ser posible, el DNI. (No me refería a la ley sino al reglamento interno de cada foro).
Creo que el tiempo ha ido moderando mi postura. Diría que ahora los comentarios con pseudónimos en las plazas digitales se han movido al cajón en el que guardo los tatuajes, las camisetas de tirantes, las camisas de manga corta o los trozos de huevo duro en el interior de las croquetas. El de las cosas que no prohibiría pero nunca dejaré de detestar.
Ya saben por qué ha vuelto el debate. El asesinato de un niño en Mocejón (Toledo) ha sido un hecho demasiado doloroso como para soportar la dosis de excrecencia que rodea el comentario de cualquier noticia en las redes sociales y de mensajería.
No llegamos a acostumbrarnos a ese tiempo de incertidumbre que se abre tras el estallido un episodio de características particularmente violentas o ultrajantes. Puede ser más largo o más corto. Pero siempre se produce un periodo de silencio durante el que se espera a saber si lo sucedido encaja o no en el molde de cada uno. El plano de la pelota de tenis de Match Point.
Que no cunda el pánico: las reformas legales planteadas para obligar a identificarse refieren, por lo que llevamos escuchado, al vínculo entre el usuario y la plataforma que lo cobija. Que se va a poder seguir escribiendo con pseudónimo, vaya. Pero no desaprovechemos la percha. Hablemos de las opiniones embozadas.
Hubo un tiempo en el que Twitter era la llave que abría la puerta de las primaveras árabes y no el órgano de difusión de todos los populismos. En esos años asumimos con mucha normalidad que las cuentas se dividieran en identificadas y escondidas.
Las primeras buscaban aquello de la creación de la imagen personal. De ahí que esa red terminara siendo un reducto de políticos y periodistas. (Cada vez es más difícil encontrar otros perfiles con visibilidad pública que se atrevan a tuitear algo más allá de la fecha de su próximo evento profesional).
Las segundas permitían desahogar pensamientos a aquellos que pudieran encontrarse con problemas en sus entornos laborales. La mayor parte de las entonces conocidas como tuitstars nacieron de esta clase de perfiles.
Pero aquello cimentó una dinámica perversa. Tarde o temprano, el hombre invisible termina yendo al vestuario de las chicas. De ahí que la discusión en la red tienda a desarrollarse en un código dual. El que puede verse obligado a responder por lo que dice y el que lanza cualquier exabrupto desde la comodidad del ente incorpóreo.
De ahí que proliferen insultos, insinuaciones y comentarios de una crueldad inimaginable no ya en un diálogo cara a cara, sino en una conversación digital en la que todos los participantes sepan quiénes son sus contertulios.
Existen usuarios muy ocurrentes que plantean análisis interesantes pero que resultan insoportables por las formas de canalla con las que se han acostumbrado a moverse.
Yo mismo, que tuve hace muchos años una cuenta ficticia de escasísimo impacto, he aprendido con el tiempo que el valor de la opinión radica en saber quién la emite. Criticar implica saber que el objeto de tus ataques puede pedirte explicaciones fuera del entorno virtual.
La expresión es un derecho, no una obligación. Tiene contrapartidas como todo en esta vida. Ejercerlo sin estar expuesto a ninguna de ellas me recuerda a un adulto apartando minuciosamente de un plato aquello que no quiere comerse. El paralelismo con los pseudónimos de la era impresa no se sostiene demasiado, por la figura del editor ante el que sí pueden tener que darse explicaciones.
Que cada uno escriba lo que quiera y bajo la identidad que desee. Pero para este humilde firmante los comentarios anónimos no dejarán de ser pintadas en la puerta del WC más o menos ingeniosas.
No olviden tirar de la cadena.