El fracaso de la Diada del 11-S, que apenas ha logrado congregar al 5% de los manifestantes que participaban en ella en los años culminantes del procés, ha sido capitalizado por el Gobierno con el argumento de que su política respecto a Cataluña ha hecho que el independentismo pierda la calle y la Generalitat.
Las evidencias son incontestables. El independentismo parece incapaz de escapar de sus manifestaciones más grotescas. El PSOE controla la Moncloa, la Generalitat y la alcaldía de Barcelona. Salvador Illa es el presidente de la Generalitat. ERC está rota.
Y Puigdemont, cuyo ascendente sobre el catalanismo mengua día a día, sigue condenado a vegetar como prófugo de la justicia mientras no le sea concedida una amnistía cuyos plazos podrían alargarse hasta el fin de la legislatura o incluso más allá.
Pero los escándalos que rodean al independentismo y su propia división interna han sido sólo una parte de los factores que explican su actual situación.
Porque el principal motivo de su caída en la actual irrelevancia, más allá del cansancio de la propia sociedad catalana, ha sido la maquiavélica estrategia de Pedro Sánchez, que le ha proporcionado al independentismo la soga con la que se ha ahorcado, privándole de cualquier motivo para el victimismo del que se alimentaba hasta ahora.
El debate de hasta qué punto las promesas de Sánchez son reales, o hasta qué punto lo serán en el futuro, es legítimo. La estrategia es muy dudosa a medio y largo plazo, porque ha dejado inerme al Estado frente a futuras tentativas independentistas. Pero es innegable que su resultado a corto plazo ha sido la laminación del separatismo.
La paradoja es que el maquiavelismo de Sánchez, que ha conducido al independentismo a un callejón sin salida, no ha llegado a coste cero para el presidente del Gobierno, como quedó demostrado cuando el Congreso de los Diputados instó este miércoles al Ejecutivo a reconocer la victoria de Edmundo González en las elecciones presidenciales venezolanas del pasado 28 de julio con 177 votos a favor (PP, Vox, UPN, CC y PNV), 164 en contra, entre ellos los del PSOE, y una abstención, la de José Luis Ábalos.
Sánchez, en fin, ha devastado al mismo independentismo en el que, por otro lado, se apoyaba hasta ahora en el Congreso de los Diputados. Y esa ecuación imposible se ha convertido en su propio callejón sin salida.
La relación políticamente sádica entre Sánchez y los independentistas tiene con total seguridad fecha de caducidad. Porque ¿qué incentivo tienen ahora Junts y ERC para apoyar los Presupuestos Generales o cualquier otra iniciativa legislativa del Gobierno?
Es razonable sospechar que las piezas no se moverán sensiblemente de aquí al final de la legislatura y que el escenario de las próximas elecciones generales, lleguen estas en 2027 o de forma anticipada en 2025, está ya dibujado. Sánchez llegará a esos comicios presentándose como el pacificador de Cataluña y ejecutor del independentismo, y someterá a la consideración de los españoles su estrategia en la región.
El resultado de esas elecciones no está decidido. Y llegar hasta ellas, gobernando a fuerza de decretos y de órdenes ministeriales, puede convertirse fácilmente en un calvario. Pero desde un punto de vista eminentemente resultadista, la Diada de ayer fue la prueba más evidente posible de que los abrazos de Sánchez han acabado asfixiando al separatismo.