Las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) han confirmado en la mañana del sábado que Hasán Nasralá, el líder de la milicia terrorista chiita, ha muerto en el ataque de precisión ejecutado contra su cuartel general en Beirut. Nasralá estaba dentro del búnker cuando este fue bombardeado el viernes.
Con la muerte de Nasralá, Israel ha eliminado en poco más de una semana a todos los altos mandos de Hezbolá, en una operación militar de amplio espectro que ha demostrado la capacidad de Jerusalén para sostener una ofensiva en varios frentes simultáneos, así como su superioridad en espionaje e inteligencia sobre sus enemigos de Oriente Medio.
Tras el bombardeo, Israel ha llamado a los civiles libaneses a evacuar tres sectores chiíes del barrio de Dahiyeh en Beirut, donde Hezbolá mantiene todavía infraestructura terrorista, búnkeres y almacenes de armas. Una señal de que el Gobierno israelí no ha dado por finalizada la ofensiva contra Hezbolá con la muerte de su líder.
De la cadena de mando de Hezbolá sólo seguía vivo hasta este viernes el líder del grupo terrorista junto a un puñado de mandos de bajo nivel. Ahora mismo, y muerto también en el ataque el previsible sucesor de Nasralá, Hashem Safieddine, Hezbolá es una organización desarbolada y sin estructura de mando.
Habiendo acabado con todos sus altos mandos, puede considerarse que Israel ha derrotado a Hezbolá. Una derrota que comenzó la semana pasada con la explosión de miles de buscas manipulados y que habían sido repartidos por el propio Hezbolá entre todos sus miembros.
La ofensiva sobre el Líbano tenía un objetivo similar a la de la operación en Gaza. Acabar con el grupo paramilitar Hezbolá, proxy de Irán en el Líbano a las órdenes de la Guardia Revolucionaria de Irán desde 1982, y responsable de los asesinatos de cientos de personas tanto en Israel como en otros países del mundo. Suyos son por ejemplo el ataque contra la embajada de Israel en Buenos Aires en 1992, o contra la asociación judía AMIA, también en Buenos Aires, en 1994.
Benjamin Netanyahu ha desoído así las invitaciones de una parte de la comunidad internacional a negociar un alto el fuego y a no extender la guerra al Líbano. Netanyahu reiteró este viernes en su discurso en la ONU que Israel no parará hasta derrotar por completo tanto a Hezbolá como a Hamás.
El objetivo parece haberse conseguido. La noticia se suma a la del desmantelamiento de Hamás en Gaza, anunciada ayer mismo por las Fuerzas de Defensa de Israel.
Israel sigue sin embargo sin recuperar a sus rehenes secuestrados en Gaza, que siguen todavía en manos de los supervivientes de Hamás. Unos supervivientes convertidos hoy, en palabras de las FDI, en poco más que "una simple guerrilla" terrorista.
El problema es que, al cerrar un conflicto, Israel puede haber abierto otro de una magnitud superior. Porque Hamás y Hezbolá son sólo herramientas de Irán en la región. Y que Teherán haya perdido a sus dos principales proxies permite augurar algún tipo de represalia, ya que la posición del régimen de los mulás se ha debilitado seriamente en la zona frente a sus enemigos suníes. Y entre ellos Arabia Saudí.
De hecho, Irán ha respondido a los ataques alertando de que "representan una seria escalada que cambia las reglas del juego". También ha asegurado que Israel "será castigada". Una retórica habitual en la tiranía iraní, pero que conviene no despreciar como meras bravatas de un régimen que ha sufrido dos severas y humillantes derrotas a manos de Israel y que está obligada a fingir capacidad de respuesta.
Es cierto que la capacidad intimidatoria de Teherán salió malparada tras el fracaso del ataque a Israel del pasado mes de abril. Pero resulta difícil pensar que los clérigos iraníes vayan a dejar impune el asesinato del líder de su principal activo terrorista en la región.
Este era el peligro de la estrategia de "escalar para desescalar" que asumió Netanyahu. Al eliminar a sus dos principales amenazas circundantes, Israel garantiza su área de seguridad, pero a riesgo de desatar una guerra con un adversario mayor. Una susceptible de incendiar Oriente Medio.