La caída de Damasco este domingo ha puesto fin, al menos por el momento, a trece años de guerra civil en Siria, y a más de medio siglo de dominio tiránico de la dinastía de los Al Asad

Estos doce últimos días de ofensiva relámpago rebelde han hecho aflorar el raquitismo del régimen cleptocrático de Bachar Al Asad, quien se ha refugiado en Moscú. Un Estado fallido y desguazado por la corrupción con un ejército desprofesionalizado que sólo se mantenía gracias al apoyo de sus aliados internacionales, Rusia e Irán a través de Hezbolá, y que ha caído tan pronto como estos se han desentendido de su protección.

La coalición insurgente no ha desaprovechado la oportunidad brindada por el repliegue de los sostenes de Al Asad, con Rusia concentrando su esfuerzo militar en el frente ucraniano y Hezbolá prácticamente desarticulada por Israel.

A priori, cualquier debilitamiento de la posición de dos de los mayores hostigadores del orden global supone una buena noticia para Occidente. Especialmente en el caso de Irán, que con la caída de Asad pierde otra de las piezas de su ya esquilmado eje de la resistencia.

El fin del baazismo parecería también provechoso para los propios sirios, que han estado sometidos al mando brutal de un dictador responsable de crímenes contra la humanidad. Por eso, en las calles de la capital ya hay quien ha celebrado la victoria de unos rebeldes que cuentan con el apoyo explícito o tácito de gran parte de la población.

Pero conviene moderar la euforia. Porque dentro de ese conglomerado (en el que conviven la milicias del Ejército Nacional Sirio, apoyadas por Turquía, y los grupos paramilitares kurdos de las Fuerzas Democráticas de Siria, respaldados por EEUU), la facción preponderante es la de los islamistas de Hay'at Tahrir al-Sham.

No se puede soslayar que la voz cantante entre los rebeldes ya no la vehiculan, como en la Primavera Árabe que Asad reprimió en 2011, los anhelos democratizadores y modernizantes. Quienes más opciones tienen para hacerse con el poder en Siria no son precisamente los partidarios de un sistema laico de libertades civiles, sino extremistas religiosos cuyo horizonte es el de imponer la Sharia y hacer de Siria un califato.

Es cierto que el jefe de Hay'at Tahrir al-Sham, Mohamed al-Julani, ha desvinculado a su organización de su pasado como facción siria de Al Qaeda, y se ha reinventado como líder nacionalista de un islamismo más moderado y aperturista.

Pero, con todo, sigue tratándose de un grupo considerado terrorista por EEUU, tan responsable de violaciones de los derechos humanos y tan autocrático como el propio Asad. Y por mucho que haya dado muestras de su disposición a respetar a las minorías cristiana, kurda y alauita, el precedente de las promesas incumplidas de los talibanes invita a desconfiar de la voluntad genuina del yihadismo salafista para garantizar un régimen de tolerancia.

En un contexto en el que ninguna de las facciones reúne la fuerza suficiente para tomar el control del país, cualquier gobierno sólido en el futuro requiere implicar a la compleja panoplia religiosa y étnica siria en su totalidad.

Por eso, aunque el mensaje que ha querido trasladar Julani es el de una reconciliación sin venganza, es muy dudoso que esté en condiciones de pivotar la transición política

El vacío de autoridad abre así un tiempo de incertidumbre en Siria que, además, podría ser aprovechado por grupos como Estado Islámico para incrementar su actividad, lo cual redoblaría la amenaza a la seguridad de Europa representada por el terrorismo islámico.

De ahí que sea esencial que EEUU y Europa se impliquen activamente en la reconstrucción económica de Siria, y en la mediación diplomática para estabilizar la región y proteger los intereses occidentales. Sólo si se procura una transición pacífica hacia una democracia pluralista se evitará que el derrocamiento de una dictadura abominable conduzca a un régimen aún peor.