El año que se va ha dejado un récord histórico de llegadas de inmigrantes ilegales a las costas españolas, con un total de 57.738. Sólo 2018 registró un número total mayor, si se le suman los accesos por vía terrestre, cuando la cifra fue de 64.298. Pero sí se ha superado en términos absolutos el máximo en Canarias, que ha recibido en 2024 casi 45.000 irregulares.
Sólo en las últimas 48 horas han arribado al litoral canario 700 personas a bordo de cayucos, lo que ofrece una imagen vívida del desbordamiento de las capacidades de acogida de nuestro país ante el fenómeno de una inmigración ilegal que se ha acelerado con el fin del año.
La recepción de extranjeros no sólo es una realidad inevitable, sino también deseable en términos generales. Pero es igualmente innegable que se está produciendo una progresión desorbitada de las llegadas irregulares que amenaza con hacer saltar las costuras sociales.
Mientras países como Italia y Grecia han logrado reducir sus entradas en más de un 60%, en España han aumentado un 14,5% desde el año pasado. Lo cual evidencia que España acusa severas ineficiencias en su política migratoria.
El primer paso para enmendarla es asumir un cambio de mentalidad que se ve dificultado tanto por el dogmatismo ideológico como por la candidez biempensante.
No basta con pretextar que la inmigración está contribuyendo al vigoroso crecimiento de la economía española. La letra pequeña dice que el PIB per cápita está cayendo al mismo tiempo, y que el crecimiento económico que tracciona la inmigración no pasa de una bonanza transitoria que a largo plazo arroja un saldo negativo para las cuentas públicas.
En este contexto, es una temeridad promocionar España como un destino de laxitud fronteriza para los migrantes africanos, como ha venido haciendo Pedro Sánchez desde el verano.
Felipe VI ha demostrado que es perfectamente posible concienciar sobre el problema migratorio y asumir ese cambio de mentalidad sin deslizarse hacia postulados xenófobos. En su Mensaje de Navidad marcó una pauta cabal a seguir para alcanzar una "gestión adecuada" de las migraciones que evite que deriven "en tensiones que erosionen la cohesión social".
Por un lado, un mayor "esfuerzo de integración" y "el reconocimiento de la dignidad que todo ser humano merece". Por otro, "la firmeza que requiere la lucha contra las mafias que trafican con personas" y "una buena coordinación con nuestros socios europeos, así como con los países de origen y tránsito".
Si España quiere vacunarse antes de que sea demasiado tarde contra la fractura social que propicia la inmigración descontrolada (y contra las opciones políticas extremistas que esta alimenta), debe combinar los dos vectores de actuación señalados por el Rey.
Porque una visión más realista del desafío migratorio no puede significar una deshumanización que soslaye el carácter dramático de lo que es una crisis humanitaria en toda regla.
Basta con recordar que la ruta atlántica hacia las Islas Canarias es la más letal de todo el mundo, habiéndole costado la vida a más de 10.400 personas en las fronteras españolas en 2024. Un incremento del 58% respecto al año anterior que lo convierte en el más mortífero desde que se tienen registros.
Esta hecatombe recuerda el carácter irrenunciable del deber de socorro, y apremia a mejorar los sistemas de salvamento. Las condiciones ominosas que sufren los inmigrantes que consiguen llegar a tierra obligan igualmente a los dos grandes partidos a sentarse para sacar adelante la Ley de Extranjería de inmediato, y garantizar un protocolo asistencial y de reparto territorial de los asilados que impida la saturación de las dotaciones.
Y más allá del aspecto coyuntural, es impostergable consensuar una política migratoria realista que, además de contemplar mecanismos para la integración de los extranjeros, disuada las llegadas irregulares y priorice la inmigración cualificada.