No fue el olor de las almendras amargas, sino el de las flores fúnebres lo que me recordó este lunes el destino de los amores contrariados.
Bajo un limpio cielo azul de estío una viuda lloraba en el tanatorio de Sepúlveda en medio del coro de condolencias y ante el cuerpo presente de su esposo. Se llama Raquel y apenas llevaba veinte meses casada con Víctor, a quien lleva horas llorando desde su trágica pérdida del sábado por la tarde sobre la arena de la Plaza de Toros de Teruel.
Hacía tiempo que no coincidía con la pareja después de frecuentarles bastante durante años al compartir trabajo y amistad con Raquel, cuyo novio entonces ya destacaba como novillero sin picadores alimentando sin descanso el sueño de convertirse algún día en figura del toreo.
Siempre sintió un respeto afectuoso por los animales, con los que se relacionaba habitualmente en un hábitat campestre
Afable, educado, siempre sonriente y mucho más maduro que lo que indicaban sus escasos veinte años con restos aún de acné adolescente, Víctor se ganaba sin apenas proponérselo la simpatía de todos lo que nos cruzamos en su camino con su alegría natural y una permanente vocación de ayuda, bien fuese para ejecutar una mudanza con furgoneta prestada incluida o para espolear alguna vocación literaria dormida en quien suscribe al que un día entre cervezas le espetó: “algún día tendrás que escribir mis memorias”, como su propia esposa Raquel se ocupó de recordarme durante el mismo velatorio del lunes.
Muy lejos de este final trágico, el futuro diestro se había criado feliz en la pequeña localidad segoviana de Grajera, muy próxima a Sepúlveda, y desde pequeño destacó en la práctica del golf aprovechando además la ocasión de poder practicar este deporte en el campo que su familia regenta en el mismo municipio.
Con perspectivas sólidas de convertirse en profesional de este deporte, no fue sino el profundo amor por su tierra y la afición taurina de varios familiares -comenzando por su abuelo-, lo que le llevó, no sin dificultad, a abandonar el golf y decantarse “tardíamente” -según han apuntado estos días varios medios- por el toreo. Eso y, algo que creo nadie ha subrayado: el respeto afectuoso que siempre sintió por los animales de su entorno con los que se relacionaba habitualmente en un hábitat campestre de convivencia con la fauna más diversa.
El hecho de que algunos se arroguen el término animalista demuestra la distorsión del lenguaje con fines perversos
Víctor era un maestro en enseñarle a quien quisiese aprender cómo se alimentaba a los habitantes de su granja, cómo lograr que un caballo pase naturalmente del trote al galope (hasta yo lo conseguí gracias a sus indicaciones) y, sobre todo, en qué consistía la relación íntima que en el campo y la plaza es capaz de establecer un hombre con un toro bravo.
Cuando desde alguna tribuna, a tenor de varias insidias derivadas de su muerte, se ha afirmado que el animalismo se está convirtiendo en una amenaza para el humanismo se está hurtando el verdadero significado del término animalista, descrito en su primera acepción según el diccionario de la RAE como algo “dicho del arte o sus manifestaciones: Que tienen como motivo principal la representación de animales”.
Las palabras no son inocentes y el hecho de que algunos se arroguen el término animalista sin que ni sus opiniones ni sus actitudes guarden relación con lo que el vocablo quiere en realidad decir, demuestra como pocos ejemplos la distorsión del lenguaje con fines perversos.
El animalismo nada tiene que ver con quienes confunden los roles de cualquier mamífero con los del ser humano
Víctor Barrio sí que era un fiel animalista. Alguien que vivía por y para los seres con los que lidiaba, aprendiendo de sus comportamientos, su fisonomía, su forma de
desenvolverse y su manera de pelear en el ruedo bajo la premisa del respeto al enemigo.
Es el mismo animalismo primigenio que desde el Paleolítico ha llevado a la humanidad al arte a través del asombro hacia fieras con las que los hombres se jugaban la vida y el sustento, al tiempo que la pintura sublimaba toda esa lógica de caza y muerte hasta convertirla en un hecho artístico.
En eso consiste el animalismo, que nada tiene que ver con los exaltados animalizados de las sociedades contemporáneas, quienes confunden los roles de cualquier mamífero o herbívoro con los del ser humano parapetados en la ignorancia, la hipocresía, la neurosis urbanita o un repugnante cóctel de todas ellas.
Un verdadero animalista no quiere ignorar el proceso de la vida, sino que prefiere mostrarlo siendo parte del mismo
Desde la perrofilia tan en boga en las grandes urbes a la deriva deshumanizadora que tan fácilmente prende en la fosa séptica de las redes sociales, esta secta animalizante se ha revelado con especial crudeza ante el fallecimiento de un joven torero, cuya pérdida ha servido para mostrar a las claras las vetas predadoras, nocivas y potencialmente destructoras para la convivencia de una corriente utópica con ínfulas redentoras que anticipa con veinte años de antelación la distopía que Terry Gilliam imaginó con su Ejército de los Doce Monos.
La mezcla explosiva de la ignorancia orgullosa y el oportunismo político convierte en amenaza a estos animalizados incapaces de entender la verdad esencial de toda la existencia, esto es, que la vida sólo se alimenta de vida y que ante ese axioma el ser humano sólo puede atenuar las consecuencias, hacer el proceso sostenible y reflexionar sobre el mismo a través del arte.
Cualquier vegano medianamente informado, con algún referente más allá que las películas de animación estadounidenses con animales parlantes, sabe que la lechuga que devora conllevó la deforestación de un paraje para convertirlo en tierra de cultivo, la eliminación de nidos, la fumigación de los bichos vivientes para evitar plagas, la lucha contra las aves ocasionales… Un verdadero animalista no quiere ignorar el proceso, sino que prefiere mostrarlo siendo parte del mismo, a veces como brazo ejecutor de un ser que ama, en un sacrificio ritual sujeto a reglas estrictas.
Si su funeral ha concitado adhesiones masivas se debe a que se considera a los matadores como genuinos artistas
Es bien penoso para un periodista vocacional como quien firma estas líneas que en vez de centrar el debate en asuntos trascendentes cuando hablamos de la relación del ser humano con su entorno, sea hoy un profesor loco, un rapero sin talento o una tuitera que pasaba por ahí quienes marquen la agenda cada vez que el destino ofrece un acontecimiento que podría hacernos reflexionar sobre un montón de asuntos interesantes.
Más allá de la relación personal que me une a Víctor, la muerte de un torero en la plaza no deja de ser un trágico accidente laboral en una actividad en la que los avances médicos han hecho casi imposible desenlaces tan trágicos como el que nos ocupa. Si su funeral ha concitado adhesiones tan masivas y diversas se debe a que buena parte de nuestra sociedad sigue considerando a los matadores como genuinos artistas representantes de la comunidad y su pérdida se llora en público como la de un poeta o un actor dramático.
Ni siquiera Víctor Barrio, al que una tarde gloriosa logré sacar a hombros de una plaza cuando aún se fogueaba como novillero, logró convertir a quien esto firma en un verdadero aficionado al arte de los toros, pese a interesarme siempre la dimensión trascendente de un espectáculo que no elude los grandes asuntos de la existencia -muerte incluida- en un tiempo que prefiere la virtualidad y ligereza a la hora de enfrentarse a ellos, cuando no los evita directamente.
Cualquier debate empalidece ante el cuerpo sin vida de alguien que se ha ido en la plenitud de su existencia
Siempre preferí, al contrario de grandes creadores desde Picasso a Lorca pasando por Cocteau, Orson Welles o Joaquín Sabina, la pugna de dos inteligencias humanas como sucede en el mundo del deporte, que la constatación de la superioridad del hombre sobre el animal salvaje como prueba casi siempre la tauromaquia.
En cualquier caso, de lo que se trata siempre es de buscar respuestas a través de la
belleza, garantizando la supervivencia de un mundo y una cultura legada por cientos de generaciones precedentes. Ojalá que de nuevo la historia no nos demuestre la letal fuerza destructora de la ignorancia y entendamos algún día el significado de las lágrimas que hoy vertemos por un joven bueno y valiente.
Porque cualquier debate más o menos artificial empalidece ante el cuerpo sin vida de
alguien que se ha ido en la plenitud de su existencia dejando un amor contrariado y a la vez eterno como el que unirá para siempre a mis amigos Raquel y Víctor.
No creo que sea capaz de escribir algún día sus memorias, ese quimérico museo de
formas inconstantes, ese montón de espejos rotos al que se refería Borges. Prefiero pensar que todos los que tuvimos la suerte de coincidir con él llevaremos su recuerdo perenne mientras nuestro tiempo se nos escapa sin tanta gloria como él nos dejó. Será el mejor homenaje, la manera en que Víctor Barrio, un verdadero animalista, no muera nunca del todo.
Hasta siempre, compañero. Que la tierra te sea leve.
*** Saúl Ramos Magdaleno es periodista.