Fue hace una semana. El diputado de Junts pel Sí en el Parlamento de Cataluña Eduardo Reyes, un hombre con aspecto de emborracharse en los bautizos y ufanarse de vestirse por los pies, se plantó frente al atril, se arremangó su camisa de camarero de Lloret y evacuó su pensamiento político: “A mí me da vergüenza sentir las cosas que siento aquí. Ustedes [dirigiéndose a los diputados de Ciudadanos y del PP] están aquí para servir al pueblo. Ustedes están aquí como yo: para atender. Yo cada día estoy en la calle, hablando con la gente y escuchando sus problemas”.
La vergüenza se leía en los rostros de sus compañeros de bancada, aunque, bien es verdad, se trataba de una vergüenza del todo ajena; literalmente, además: el nacionalismo catalán nunca ha considerado de los suyos a gentola (gentuza) como Reyes, que ahora volvía a la carga y, ay, con síntomas evidentes de empezar a gustarse: “¿De qué van ustedes por la vida? Vayan ustedes de personas por la vida... de-per-so-nas. Todos van mintiendo como bellacos”.
Resulta un tanto aventurado afirmar que la palabrería del polizón sea la viva imagen de que el proceso ha tocado fondo. Para ello tendría que haber suelo y no es el caso de Cataluña, una comunidad donde el ridículo (el único lugar, decía Perón, del que jamás se regresa) siempre es susceptible de una (pen)última frontera. Lo que no parece discutible -y en ello convienen algunos periodistas parlamentarios- es que jamás se había presenciado en esa casa una intervención tan deleznable.
La vieja Convergència se ha convertido en una fuerza que se desliza a tumba abierta hacia la marginalidad
Acaso el bumerán del 3% fuera más ominoso, pero no más ínfimo. Por no ser, ni siquiera fue noticia que la lamentable intervención de Reyes se produjera sin que la presidenta de la Cámara, Carme Forcadell, manifestara la menor incomodidad ni hiciera siquiera ademán de interrumpir. Nada, ni un leve azoramiento que permitiese intuir que lo que ahí se ventilaba era una sesión parlamentaria y no un estrépito de odio. Sea como sea, la escena dio perfecta cuenta de la putrefacción de la política catalana, empezando, ni que decir tiene, por la del antiguo partido guía, al que, en ausencia de siglas molecularmente estables, gusto de llamar “los antiguos imputados”.
La ex CiU, ex CDC, ex Junts pel Sí, ex Democràcia i Llibertat, y actual Partit Demòcrata Català, se ha convertido en una fuerza que se desliza a tumba abierta hacia la marginalidad, sobre todo en la gran Barcelona, donde el mandato de Xavier Trias fue un espejismo, producto, fundamentalmente, del agotamiento del discurso del PSC. Tanto es así que a un mes de la Diada, y cuando dos años atrás, el debate que entretenía el verano era cuántos trillones de ripollenses ocuparían la Diagonal y la Gran Vía, lo que hoy se cuece es de dónde saldrá la Coronela: la asociación que recrea la indumentaria y los desfiles de la milicia que defendió Barcelona durante el asedio borbónico de 1714.
Desde hace cinco años, la tuna nacionalista (de la que, por ir dejando las cosas claras, ningún barcelonés de bien tenía la menor noticia) partía del Salón de Ciento del Consistorio, y, al parecer, el Gobierno de Ada Colau tiene otros planes. “La Diada”, ha alegado la alcaldesa, “es la jornada conmemorativa civil más importante de Barcelona y de la nación, y dada la solemnidad de un día tan importante, no encaja con un desfile de época”.
El PDC se ha declarado independentista, socialdemócrata y republicano; o sea, un clon averiado de ERC
El sector más convencido del colauismo elogiará la equidistancia de Ada -como dan en llamarla sin vergüenza ninguna- y se enorgullecerán, en fin, de que Barcelona no tolere ni a la Coronela ni a la Selección Española. La supuesta simetría, no obstante, se va por el sumidero al atender al reparto de razones: la jornada conmemorativa civil más importante de Cataluña versus un problema de orden público.
Pero estábamos con Convergència y sus heterónimos. El antiguo capataz del nuevo PDC, Artur Mas, había diseñado el congreso refundacional con el solo objetivo del cambiazo, ya saben, esa suerte callejera, made in Mortadelo y Filemón, por la que una porra pasaba a ser, en la viñeta siguiente, una berenjena. No le fue bien. Y no sólo porque perdiera todas y cada una de las votaciones en que se dirimía algo relevante, sino también porque el partido mudó de piel e incluso de tuétano, para acabar declarándose independentista, sí, pero también socialdemócrata y republicano; o lo que es lo mismo: un clon averiado de Esquerra Republicana de Cataluña.
Por eso, aunque no únicamente, el partido de Junqueras (¡de Junqueras!) devorará al partido de Mas, y no a mucho tardar. Por de pronto, y según el último CIS, en caso de terceras elecciones, PDC pasaría del 2% al 1,7%. Y bajando. Y no hay suelo.
*** José María Albert de Paco es periodista y coautor, junto a Iñaki Ellakuria, de 'Alternativa naranja'.