Cuando algún político extranjero visitaba Sudáfrica, a veces Nelson Mandela le acompañaba a la isla de Robben -la cárcel donde estuvo dieciocho años-. Al ministro de Exteriores noruego llegó a decirle que sentía cierta nostalgia de aquellos tiempos, pues entonces podía pensar y leer. En total, Mandela estuvo veintisiete años encarcelado. Y este sábado se cumplen otros veintisiete desde que saliera.
La odisea de Mandela recuerda a la de Robinson Crusoe, quien, náufrago en una isla cercana a Venezuela durante veintiocho años, “una verdadera prisión”, al recobrar por fin la libertad descubre que una hacienda en Brasil le iba a dar mil libras esterlinas al año: “Tenía ahora más preocupaciones en la cabeza que durante mi solitaria permanencia en la isla, donde lo único que necesitaba era lo que tenía”.
Estas dos odiseas recuerdan, a su vez, el microrrelato El Miedo, de Eduardo Galeano: “Una mañana, nos regalaron un conejo de Indias. Llegó a casa enjaulado. Al mediodía, le abrí la puerta de la jaula. Volví a casa al anochecer y lo encontré tal como lo había dejado: jaula adentro, pegado a los barrotes, temblando del susto de la libertad”.
Mandela recibió educación británica pero descubrió a los patriotas africanos que lucharon contra la dominación
Mandela empezó a escribir sus memorias, El largo camino hacia la libertad, en la isla de Robben. En las primeras páginas nos cuenta que heredó de su padre “una orgullosa rebeldía, un tenaz sentido de la justicia”. En aquello relacionado con los asuntos tribales, su padre no seguía las leyes del rey de Inglaterra, sino las costumbres de la tribu thembu. Todo lo que comían lo habían cultivado. A los cinco años, el futuro Nelson Mandela ya era pastor. El campo de juegos de los niños era la naturaleza: “Moldeábamos animales y pájaros con arcilla”.
Nadie en la familia había ido nunca a la escuela, pero aquel niño tozudo destacaba por su inteligencia: “El primer día la profesora nos puso a cada uno un nombre en inglés… Recibí una educación británica”, lo que no impidió que, en las reuniones tribales, fuera descubriendo a los grandes patriotas africanos que lucharon contra la dominación occidental. Sin embargo, pensaba todavía que los blancos eran unos benefactores.
A los dieciséis años, siguiendo la tradición xhosa, se hizo un hombre mediante el rito de la circuncisión. Y al llegar a la Universidad, poco a poco empezó a “comprender que un hombre negro no tenía por qué tolerar las docenas de pequeñas indignidades a las que se ve sometido día tras día” (había restaurantes, autobuses, calles, playas, cines, parques… sólo para blancos).
Cuando parecía que iba a ingresar en la élite negra que Gran Bretaña quería crear en el continente, se pasó al CNA
Para alguien que había nacido en una aldea diminuta, conocer Johannesburgo le iba a cambiar la vida: tantos coches, rascacielos, vallas publicitarias, mansiones… Y aún más le impresionó ver, en la sala de espera de un agente inmobiliario, a una mecanógrafa negra. Aunque se iba a licenciar en Derecho en la principal Universidad inglesa de Sudáfrica, la Policía le detuvo por infringir la ley al subir a un tranvía.
Cuando parecía que iba a ingresar en la élite negra que Gran Bretaña quería crear en el continente, Mandela se pasó al nacionalismo africano militante, al Congreso Nacional Africano (CNA). Junto a Oliver Tambo abrió en Johannesburgo el primer bufete de abogados negros de Sudáfrica. “Todas las semanas hablábamos con personas que habían vivido en la misma casa durante décadas para encontrarse ahora con que el área donde estaba enclavada había sido declarada zona blanca y se les obligaba a abandonarla sin indemnización alguna”.
Cuanto más se implicaba en la lucha por la libertad de los negros, menos veía a su familia -un día su hijo de cinco años le preguntó a su mujer dónde vivía papá-. La génesis de toda esa lucha es el 6 de abril de 1652, cuando el neerlandés Jan van Riebeeck llegó a El Cabo y dio comienzo la esclavitud.
Durante cuatro siglos, el imperialismo británico esclavizó a más de veinte millones de personas, la mayoría africanos
El 30 de septiembre de 1659 llegaba Robinson Crusoe a una isla deshabitada. Pronto daría gracias a Dios “por descubrir que acaso podía sentirme más feliz en esta situación solitaria, que gozando de libertad en la vida social, rodeado por todos los placeres del mundo”. Comía carne de paloma, tortuga y cabra, y leía la Biblia. Sólo hablaba con un loro. Era “el príncipe y señor de toda la isla”. Lo único que disipó temporalmente su fe religiosa fue el descubrimiento del canibalismo. Uno de esos salvajes, Viernes, acabaría siendo su mejor amigo, aunque Robinson es el señor europeo civilizado y Viernes el esclavo: “Le enseñé a decir amo, y le hice saber que ése sería mi nombre”.
Durante cuatro siglos, el imperialismo británico esclavizó a más de veinte millones de personas, la mayoría de origen africano. Intentando borrar cualquier atisbo de leyenda negra, Churchill escribe en La Segunda Guerra Mundial: “Durante cuatrocientos años, la política extranjera inglesa ha tendido a oponerse a la potencia más fuerte, agresiva y dominadora del Continente, y sobre todo a impedir que los Países Bajos caigan en manos de potencia tal… Conservamos las libertades de Europa, favorecimos el desarrollo de su viva y variada sociedad… Ésta es la maravillosa, aunque inconsciente tradición de la política extranjera inglesa”.
El propio Robinson Crusoe, después de resaltar la crueldad de los españoles en América, complementa a Churchill: “Le hice una descripción (a Viernes) de los países de Europa, particularmente de Inglaterra, de donde provenía: de cómo vivíamos y adorábamos a Dios, y cómo nos comportábamos entre nosotros y cómo comerciábamos con todas las regiones del mundo con nuestros barcos”.
Mandela defendió su independencia frente a los colonos creando un movimiento armado inspirado en Fidel, Mao y el Che
Una de las ideas que más se repetían en el programa del National Party -el partido afrikáner que simbolizaba el apartheid- era que el hombre blanco debía ser siempre el amo. Prueba de que dicho racismo se había infiltrado hasta el tuétano del pueblo sudafricano es que, al propio Mandela, al subir a un avión de las líneas aéreas etíopes y ver que el piloto era negro, le costó dominar el pánico. Buscando pruebas que fortalecieran su nacionalismo africano, descubrió en un museo de El Cairo que, mientras los egipcios creaban maravillas arquitectónicas y artísticas, los blancos aún vivían en cuevas.
En la existencia de Mandela (Nobel de la Paz en 1993) hay un renglón torcido que la ensombrece: después de ver cómo fracasaban los discursos, las marchas, las huelgas, los encarcelamientos voluntarios y las amenazas, la no violencia de Gandhi ya no fue para él un principio inviolable, sino una estrategia que había que utilizar según conviniera. “A partir de un determinado momento, sólo es posible combatir el fuego con el fuego”. De hecho, en alguna concentración del CNA llegó a afirmar que la violencia era la única respuesta contra el apartheid; y le propuso a un compañero que organizara una visita a la República Popular China para conseguir armas.
Si los afrikáners habían defendido su independencia frente al imperialismo británico, ahora eran hombres como Mandela quienes defendían la suya frente a los descendientes de los colonos holandeses de Sudáfrica. Y la defendió creando el brazo armado del CNA, La lanza de la nación, inspirándose en Fidel, Mao y el Che.
Fue condenado a cadena perpetua: en la vieja cárcel de Robben, los carceleros eran los amos, y los prisioneros los, esclavos
Aprendió a disparar un fusil automático y una pistola, y a preparar minas y pequeñas bombas. Cuando viajaba por una carretera ya no se fijaba en el azul oscuro del Índico ni en los valles, sino en que la proximidad de la vía férrea convertía el lugar en idóneo para un sabotaje. Debido a alguno de esos sabotajes, en los que Mandela no participó directamente porque estaba en la cárcel, murieron decenas de personas: “Aunque estaba consternado por las bajas sabía que incidentes (sic) así eran una consecuencia inevitable cuando uno decidía embarcarse en la lucha armada”.
Fue condenado a cadena perpetua: en la vieja cárcel de piedra de Robben, los carceleros -todos blancos- eran los amos, y los prisioneros -todos negros- los esclavos. Estos, como los relojes estaban prohibidos, nunca sabían qué hora era. (Robinson Crusoe había resuelto el problema del tiempo clavando en la playa un gran poste, donde cada día hacía una incisión con un cuchillo).
Mandela no había visto a su hija ni a su hijo desde antes del juicio; cuando volvió a verlos en la cárcel se habían convertido en adultos. A los presos les permitían tener libros, pero no gafas para leerlos. Mandela se quejó al comandante en jefe de Robben y, por fin, pudieron disfrutar de la lectura -él de los clásicos griegos, Guerra y paz, Las uvas de la ira-. También hizo unos cursos por correspondencia para obtener el doctorado en Derecho. “En los ambientes de la lucha, la isla de Robben era conocida como la Universidad”.
Mientras Robinson sembraba arroz, los presos de Robben consiguieron tener un pequeño huerto tras años solicitándolo
Y, tras años solicitando autorización para hacer un jardín en el patio, pudieron cultivar un pequeño huerto: tomates, pimientos, cebollas… (Robinson sembraba granos de arroz, cebada, trigo…). “Cuando abandoné la isla, me llevé conmigo a bordo, como reliquias, el gran gorro de piel de cabra, la sombrilla y el loro; tampoco olvidé el dinero… que al haber estado guardado tanto tiempo sin usar, estaba totalmente oxidado y ennegrecido. Y así fue como abandoné, el 19 de diciembre del año 1686”.
“El día de mi liberación me desperté, tras pocas horas de sueño, a las cuatro y media de la mañana. El 11 de febrero fue un típico día de finales de verano en Ciudad de El Cabo, un día claro y sin nubes… Una de las primeras cuestiones a resolver era dónde pasaría mi primera noche de libertad”.
Robinson Crusoe llegó a Inglaterra como si fuese un fantasma: toda su familia había fallecido, excepto dos hermanas, que le creían muerto. Se casó y tuvo tres hijos. Al final del libro, Daniel Defoe se encuentra con Viernes en una calle de Londres: este le dice que Robinson era más feliz en la pequeña isla deshabitada que en la otra tan grande y tan poblada; “era mejor en la soledad que en la sociedad”.
El camino hacia la libertad terminó en 1994, cuando los sudafricanos fueron a votar sin que importara el color de la piel
Al salir de la cárcel, esperaban a Mandela miles de sudafricanos -negros y blancos- que querían darle la bienvenida, y cámaras de televisión, y cientos de periodistas y fotógrafos. Le preguntaron qué sentía al estar libre... Llevaba en su corazón un mensaje de volver a las barricadas, de mantener la lucha armada mientras negociaba para conseguir una Sudáfrica no racista y democrática. Aquella primera noche la pasó en su casa junto a Winnie, su segunda mujer. Rodeaban la casa los cánticos de cientos de admiradores en una escena que se repetiría durante meses. Después inició una gira por África.
El largo camino hacia la libertad terminó el 27 de abril de 1994, el primer día que los sudafricanos fueron a votar sin que importara el color de la piel. La minoría blanca aceptaría la victoria de la mayoría negra. Y la primera misión del presidente Mandela sería predicar la reconciliación, por ejemplo respetando los símbolos de los afrikáners (qué diferencia con los nacionalistas vascos y catalanes, tan maleducados). “Ser padre de una nación es un gran honor, pero ser el padre de una familia es un gozo mayor que nunca tuve ocasión de disfrutar”.
Nelson Mandela, Robinson Crusoe, en sus respectivas islas, ¿gozarían de una mayor libertad interior?
*** José Blasco del Álamo es periodista y escritor.