El caso de presunto acoso a periodistas denunciado por la APM se une, de ser cierto, a la larga lista del acoso de los políticos sobre los medios de comunicación. La presión ejercida por el poder sobre los periodistas no es un fenómeno nuevo. No se trata solo de la financiación de medios para propagar ideas o denostar al adversario a través del artículo de fondo o de la sátira, que ha existido siempre. Ni de la vieja treta de fingir ser el fiel reflejo de una tendencia, y escandalizar con mensajes radicales. Tampoco es nuevo el periodismo como trampolín hacia la actividad política. Y menos aún el ejercicio de la coacción o la violencia sobre el informador o el columnista, desde cualquier ámbito del poder, ya sea gubernamental o de oposición.
El caso histórico más conocido de violencia física sobre periodistas fue el de la llamada Partida de la Porra. Era una cuadrilla de treinta hombres mandada por Felipe Ducazcal y sufragada por Sagasta, ministro de la Gobernación. Actuaron entre 1869 y 1870. Incluso Galdós se hizo eco de ella en sus Episodios Nacionales. Su zona de actuación era lo que hoy es el madrileño barrio de las Letras. Asaltaban las redacciones de los periódicos de la oposición, rompían lo que pillaban, y apaleaban y a veces acuchillaban a los periodistas. Tenían fijación por El Combate, de Paul y Angulo, enemigo personal del general Prim. La paradoja es que Ducazcal también fue periodista y fundó años después el Heraldo de Madrid.
El acoso a la prensa se hacía a través de la censura previa y las multas, que se utilizaron para arruinar periódicos. Sin embargo, el siglo XIX fue un tiempo de gran libertad de expresión, con más cabeceras que ahora, en el que un solo artículo servía para movilizar a la gente o provocar una crisis de gobierno, como el conocido de 'El rasgo', de Emilio Castelar, en febrero de 1865. El texto denunciaba la corrupción del gobierno y aludía a la reina –nada nuevo, como se ve-, lo que llevó a la expulsión de Castelar de la Universidad por lo que protestaron los estudiantes durante varios días en lo que se conoció como La noche de San Daniel.
Azaña tipificaba como delitos de agresión a la República "la difusión de noticias" que perturbaran la paz
La Ley de Prensa de 1883, aun siendo liberal y vía para la creación de periódicos, como El Socialista, de Pablo Iglesias, permitió con el tiempo la censura política de las actuaciones militares en África, la guerra de Cuba, o de las ideas anarquistas. La actividad periodística y la participación de intelectuales como Ortega o Araquistáin, canalizaron y dieron argumentos a la nueva política contra el régimen de la Restauración. Fueron también los casos de La España moderna, que contó con Unamuno, o El Español, de Antonio Maura.
Las críticas a la Restauración y a la dictadura de Primo de Rivera no supusieron que la Segunda República diera una Ley de Imprenta más permisiva. Miguel Maura, ministro de la Gobernación, anunció que habría sanciones “fulminantes” para “informaciones tendenciosas” y “noticias tergiversadas” e impondría sanciones aplicando el Estatuto Jurídico de Plenos Poderes. El objetivo era, según dijo el ministro, “que se consolide la República en bien del país”.
Azaña presentó con urgencia la Ley en Defensa de la República en octubre de 1931 para reprimir a periodistas, y tipificaba como delitos de agresión a la República “la difusión de noticias” que pudieran quebrantar el “crédito o perturbar la paz o el orden público”, así como aquellas que redundaran en “menosprecio de las instituciones u organismos del Estado” o hicieran “apología del régimen monárquico”.
Durante la Segunda República la censura fue constante, se creó el delito de opinión y se suspendieron 200 diarios
En la tensa sesión de Cortes que aprobó el proyecto de Azaña, el diputado Santiago Alba advirtió que iba a ser “infinitamente mayor el daño que causéis que aquel que pretendéis evitar” con una Ley que “no se acomoda al juicio de ningún demócrata”. Ángel Ossorio y Gallardo sentenció que “en un sistema medianamente liberal cabe hacer la apología de sistemas contrarios al que prevalece; y si no admitimos esto, no queda ni recuerdo de la libertad”.
Azaña anunció que, si había gente que aún no era republicana “de todo corazón y con plena voluntad”, el gobierno tenía “medios para, de una manera fulminante, hacerle sentir todo el peso de su autoridad”. A esto añadió que existía una “mala prensa”, “hojas facciosas” y “pequeñas bellacadas clandestinas” que llevaban el “descrédito de la institución republicana y de sus hombres, y del Parlamento, y de los Diputados, y de su obra legislativa ¿a eso vamos a llamar Prensa, a esos reptiles...”, a esas “monas epilépticas que por equivocación llevan el nombre de hombres”. Se refería a los periodistas que vigilaban al gobierno, o que eran de oposición.
Los directores de El Debate, Heraldo de Madrid y La Época visitaron a Azaña para protestar por aquella Ley Mordaza. En su Dietario escribió el 30 de noviembre de 1931 la respuesta que les dio: estaba decidido a “romper el espinazo al que toque la República”. La censura previa siguió existiendo, a lo que se sumó el delito de opinión. La suspensión de los diarios fue constante. No hay un acuerdo entre historiadores sobre la cifra de periódicos suspendidos, que pudo rondar los 200.
Con Franco los profesores de la Escuela de Periodismo juraban que sus alumnos mantendrían el espíritu de la Falange
La violencia se trasladó a las redacciones. Los talleres de La Nación fueron quemados como represalia al atentado contra Jiménez de Asúa, socialista. En provincias fueron asaltados o incendiados entre febrero y julio de 1936 un total de 18 periódicos, así como en Madrid el diario ABC y El Siglo Futuro. Los vendedores callejeros eran apaleados, e incluso asesinados.
El ministerio de la Gobernación prohibió a la prensa que llamara “asesinato” a la muerte de Calvo Sotelo, pero sí lo permitió en el caso del teniente Castillo. El periódico Ya, vespertino, desobedeció al gobierno y fue suspendido. Pero el efecto fue imparable y muchos periódicos lo llamaron “asesinato”, como La Vanguardia, El Sol, o El Debate.
Los golpistas fueron más claros: el órgano que controlaría a los periodistas se llamó “Oficina de Prensa y Propaganda”, y en él estuvieron Giménez Caballero y Juan Aparicio, quien quizá fue el mayor censor durante el franquismo. La Ley de prensa de 1938 fue dictada con carácter provisional, pero duró hasta 1966. Crearon el Registro Oficial de Periodistas, cuyo número uno se concedió al propio Franco. La depuración de la prensa se inició con el Tribunal de Admisión y Permanencia en la APM y la Ley de Responsabilidades Políticas. La Escuela de Periodismo se puso en manos de FET y de la JONS, y los profesores tenían que hacer un juramento:
¿Juráis ante Dios, por España y su Caudillo, servir a la unidad, a la grandeza y a la libertad de la patria con fidelidad íntegra y total a los principios del Estado nacionalsindicalista y entregaros al servicio de vuestra profesión en la Escuela de Periodistas, para que las futuras promociones de periodistas españoles mantengan el espíritu fundador y creador de la Falange?
La censura política pasaba por tres instituciones: el Servicio Nacional de Prensa, los gobernadores provinciales, y la autoridad militar. Luego se responsabilizó a los directores de los periódicos porque la censura no daba abasto. Frente a la Prensa del Movimiento han quedado los testimonios del cierre del diario Madrid en 1971, y las imágenes de la voladura de su edificio. Por la rendija se colaron muchos periodistas y escritores con ideas muy distintas a las de la dictadura, reflejando el sentir y las ideas de mucha gente, y preparando el paso a la democracia. Pero “el peso” de políticos e instituciones sobre la prensa desde la Transición sería largo de contar. Mejor les remito a El desquite (2004) de Pedro J. Ramírez, y a De la noche a la mañana. El milagro de la COPE (2006), de Jiménez Losantos.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense y coautor del libro 'Contra la socialdemocracia' (Deusto).