Sobre el papel, nadie pone en duda que la confidencialidad abogado-cliente y el secreto profesional son piezas claves de nuestro sistema de libertades. Nadie se confiaría a un abogado sin tener la seguridad absoluta de que todo aquello que le cuente o le escriba, o la estrategia en que se basará su defensa, estará siempre a salvo del conocimiento de terceros, de posibles pesquisas policiales y, por supuesto, del Tribunal que ha de juzgarle. Es el llamado privilegio abogado-cliente, formado por esa confidencialidad, de todo lo relacionado con la defensa, y por la obligación del abogado de guardar secreto, establecida en la Ley Orgánica del Poder Judicial.
Solo así se concibe el derecho de defensa, y no hay Estado de derecho sin un derecho de defensa fuerte y respetado por los poderes públicos y por la sociedad. Cualquier prueba que se obtenga contra un sospechoso, quebrantando esta confidencialidad, ha de reputarse nula, e incluso contaminante de nulidad de aquellas otras que tengan su origen en ella. Es preferible asumir la impunidad de un culpable, si las pruebas contra él se han obtenido de manera ilegal, que entregarse al desmantelamiento de nuestro sistema de garantías, que está para proteger los derechos de todos, e identifica nuestra cultura jurídica occidental.
Sin embargo, es imposible no percibir en los últimos tiempos espesos nubarrones sobre ese privilegio abogado-cliente, que amenazan con su banalización.
Los despachos son lugares sensibles porque en ellos se custodian materiales de una intensa protección constitucional
En primer lugar, por el establecimiento de excepciones al secreto profesional para hacer frente a los nuevos desafíos de la criminalidad y favorecer la investigación de los delitos de especial gravedad. Por ejemplo en Estados Unidos, la Patriot Act de 2001 dictada como consecuencia de los atentados de las Torres Gemelas de Nueva York, dejó en letra muerta el secreto de los abogados para delitos como el terrorismo, el blanqueo, o el narcotráfico. En Europa, la Directiva 2001/97/CE del Parlamento Europeo para la prevención del blanqueo de capitales supuso un auténtico terremoto al incluir a los abogados entre los agentes obligados a informar sobre los movimientos sospechosos de capitales de sus clientes. No solo se eliminaba su deber de secreto, sino que se les atribuía la obligación de delatar. Ciertamente, es un hecho la intervención de abogados en operaciones mercantiles o financieras que, por su propia naturaleza, pueden llevar aparejadas actividades de blanqueo. Y es evidente que, para delimitar con justicia las zonas de confidencialidad, ha de separarse la actividad del abogado orientada propiamente a la defensa, de la mera gestión de los negocios de su cliente. Finalmente la cuestión se resolvió de manera razonable, haciendo extensiva a los abogados la obligación de informar, pero manteniendo el secreto en todo aquello que tenga relación con la defensa del cliente en un procedimiento actual o futuro, incluyendo naturalmente, un eventual procedimiento por blanqueo de capitales. Un deslinde, por cierto nada fácil y muy propenso a la creación de zonas dudosas.
Aunque las razones que amparan estas excepciones al secreto profesional sean poderosas -y no cabe duda de que la seguridad y la prevención del blanqueo se han convertido en Occidente en una prioridad imposible de sospechar hace un par de décadas- suponen una incuestionable irrupción en lo que antes eran espacios seguros e invulnerables de confidencialidad.
Los registros a los despachos de abogados se han multiplicado en los últimos años. Los despachos son lugares jurídicamente sensibles porque en ellos se custodia un material dotado, por lo menos en teoría, de una intensa protección constitucional. Naturalmente, ningún reparo cabe oponer a estos registros si el investigado es el propio abogado, solo o conjuntamente con su cliente. Tampoco, cuando lo que se busca -y solo así debe ser- es documentación no amparada por la confidencialidad, como pueden ser libros de contabilidad o documentos del cliente de existencia independiente o anterior a la intervención del abogado. Porque obviamente, trasladar un libro o un documento a un despacho de abogados, no cambia su naturaleza, ni puede servir para sustraerlos al derecho legítimo del Tribunal a ordenar su intervención.
El Tribunal Europeo ha advertido que los registros a despachos de abogados deben practicarse con “garantías especiales"
Pero en los despachos se custodia también, y sobre todo, documentación plenamente amparada por la confidencialidad abogado-cliente y sobre la que tanto los Tribunales como los terceros carecen de cualquier derecho de acceso. Qué decir de la documentación de otros clientes del abogado, diferentes de aquel cuyo asunto ha dado lugar al registro y cuya propia confidencialidad constituye a su vez, la base de su propia defensa.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha advertido reiteradamente -en lo que respecta a España, sin ningún éxito- que los registros a despachos de abogados deben practicarse con “garantías especiales de proceso”. Una garantía de gran calidad puede ser la presencia en el registro del decano del Colegio de Abogados del lugar. En realidad así lo prevé el Estatuto de la Abogacía español, pero es una previsión lastimosamente desperdiciada, porque al no hallarse incorporada a la Ley de Enjuiciamiento Criminal, no vincula a los jueces y tribunales. Nuestro Tribunal Supremo ha abordado pocas veces la cuestión. Tras una prometedora sentencia de 1994 en la que se hacía eco de la exigencia de estas “garantías especiales” para el registro que reclama el Tribunal de Estrasburgo, sus posteriores resoluciones trajeron decepcionantes pasos atrás. Tampoco el Tribunal Constitucional ha mostrado sensibilidad especial por la cuestión. Envidia da el modelo francés, en que la presencia del decano es preceptiva y donde, cualquier documento, sobre el que se susciten dudas en cuanto a la legalidad de su aprehensión, queda cerrado, lacrado y sometido a la decisión de un Tribunal de Garantías.
La reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal llevada a cabo en 2015, y que establece la posibilidad de realizar registros informáticos a distancia mediante la introducción de troyanos etc, abre nuevas e invasivas formas de acceso a los ficheros -eventualmente, ficheros de abogados- sin establecer a cambio ningún contrapeso que asegure la protección de su confidencialidad.
Al estallar los papeles de Panamá Hollande animaba a crear un marco jurídico que protegiera a los autores
La cuestión tiene una importancia trascendental. No se trata de garantías para los abogados, sino de garantías para los ciudadanos, que son los dueños de su defensa jurídica. En 2011 y con ocasión del renombrado caso de las escuchas a los abogados del entonces juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón, un magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, ya fallecido, justificaba aquéllas escuchas, razonando que no había razón para que los abogados gozaran del “privilegio” del secreto en las comunicaciones con sus clientes -se trataba entonces de comunicaciones con los clientes en la prisión-. Como si el privilegio -en realidad, el derecho- fuera de los abogados y no de los ciudadanos. Afortunadamente, en aquel caso el Tribunal Supremo estuvo, como no podría ser de otra forma, a la altura de las circunstancias.
Al hablar de la confidencialidad abogado-cliente es imposible no referirse a los recientes casos de robos o hackeos informáticos a despachos abogados y la posterior difusión y uso, o intentos de uso, de los datos obtenidos, contra sus clientes.
La República de Panamá podrá ser o no un paraíso fiscal y todos o algunos de los clientes del despacho Mossack y Fonseca, que fue hackeado en Abril 2016, podrán tener o no cuentas pendientes con la Justicia o con la Hacienda Pública de sus países de origen. Pero las herramientas de investigación penal, en Panamá y en Europa, tienen que ser siempre lícitas. Caer en una especie de todo vale y justificarlo por la magnitud de los delitos a investigar, es un camino equivocado, que conduce la liquidación del sistema. Al estallar ese escándalo, el denominado papeles de Panamá, nada menos que el presidente francés Hollande, se felicitaba públicamente por la difusión de los datos hurtados al despacho panameño, y animaba a crear un marco jurídico que protegiera a los autores de estas conductas. Será sin duda una buena idea, cuando ese marco legal exista y se encuentre la forma de hacerlo compatible con los principios de nuestro sistema penal. Pero al día de hoy, nuestro marco jurídico debiera conducirnos precisamente a lo contrario.
En Europa, un acusado no tiene obligación de aportar a un proceso datos o documentos que puedan perjudicarle
El Convenio de Budapest de 2001, ratificado por España y también por Francia considera como delito el mero acceso inconsentido a un sistema informático ajeno. Más aún, por supuesto, al copiado, borrado o difusión de lo hallado en esos archivos. Y qué decir, si todo o parte de lo que se copia, difunde o borra se halla, además, sujeto a confidencialidad profesional porque puede afectar a la tutela judicial o al derecho de defensa de los dueños de esa información.
En Europa, un acusado/investigado no tiene obligación de aportar a un proceso datos o documentos que puedan perjudicarle. Es el llamado principio nemo tenetur, que supone una extensión del derecho a no declarar contra uno mismo, y que nace en definitiva, del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Vano futuro le espera a ese derecho del acusado, si tales documentos pueden ser simplemente robados o hackeados a su abogado, y usados luego contra él.
En el caso Mossack y Fonseca el Colegio Nacional de Abogados de Panamá hizo público un comunicado reprobando los hechos y haciendo un llamamiento a todos sus abogados para cerrar filas en defensa del secreto profesional. Tenía toda la razón. No obstante, varias fiscalías europeas han reclamado el material incriminatorio obtenido en Panamá y se aprestan a usarlo ante sus jurisdicciones nacionales.
Todos los ciudadanos deben poder confiar en que lo que cuentan a sus abogados no será robado o usado en su contra
En parecidos términos y más recientemente se suscitó el denominado asunto Football leaks. Aún con las muchas incógnitas que quedan por aclarar sobre el origen de la información, o de parte de ella, el hecho es que en marzo de 2016, un despacho de abogados denunció ante los Juzgados de Instrucción de Madrid el hackeo de sus archivos informáticos, que contenían un gran número de datos y documentos de sus clientes, casi todos, futbolistas, entrenadores o intermediarios vinculados a la élite del fútbol mundial. Según las informaciones aparecidas en la prensa, la denuncia del despacho iba acompañada de un informe pericial que acreditaba indiciariamente la existencia del acceso y la fuga de la información. En todo caso el Juzgado instruyó las correspondientes diligencias para la comprobación de los hechos.
Unos meses después, y al conocerse la inminente publicación de estas informaciones por varios medios europeos, -uno de ellos el diario español El Mundo- el Juzgado acordó como medida cautelar la prohibición de la publicación de la información en todo el territorio de la Unión Europea. La orden judicial, sin embargo, no fue cumplida por ninguno de los periódicos. Jueces y fiscales se dividieron y los medios de comunicación justificaron la publicación, invocando la prevalencia del derecho de información sobre la intimidad de los futbolistas, y recordando, entre otros, la validez otorgada por la Audiencia Nacional, poco tiempo atrás, a la difusión de la llamada lista Falciani.
Pero el derecho a la intimidad de los futbolistas era sólo un aspecto de la cuestión. Lo que estaba en juego no era solamente su intimidad -que efectivamente es un derecho que pierde casi toda su intensidad cuando se trata de personas de interés público- sino también, y sobre todo, la confidencialidad abogado-cliente de los afectados. Todos los ciudadanos, sean famosos o no, deben, o deberían, poder confiar en que lo que cuentan, escriben o entregan a sus abogados no será robado, difundido y, eventualmente, usado en su contra.
El retroceso del privilegio abogado-cliente es claro y marca una tendencia que parece muy difícil de invertir
Aún hay algunas señales más en la práctica judicial que también aportan evidencias de esa paulatina pérdida de terreno del privilegio abogado/cliente. En el juicio por el caso Nóos a un abogado que comparecía como acusado, le fue retirada la acusación, invitándosele a continuación a declarar como testigo. Una de las defensas puso entonces de relieve, con toda razón, la posibilidad de que con su testimonio vulnerarse la confidencialidad que debía a sus clientes, que eran acusados en ese mismo juicio y, naturalmente, seguían siéndolo. El Tribunal finalmente aceptó su testimonio, dando al abogado/testigo unas advertencias inseguras y poco claras sobre el ámbito de su declaración. Incluso ante la jurisdicción civil, los testigos que se creen obligados a guardar secreto -entre ellos, los abogados- deben limitarse a exponerlo al Juzgado, pero pueden ser obligados a declarar si el juez así lo considera, en una simple providencia, es decir, sin necesidad de motivación especial.
En definitiva, el retroceso en nuestro tiempo del privilegio abogado-cliente (el llamado legal privilege de los anglosajones) es claro y marca una tendencia que parece muy difícil de invertir. La lucha contra el delito preocupa y apremia, pero el Estado no puede buscar atajos al precio de quebrantar sus propios principios.
*** Diego Cabezuela Sancho es abogado de Círculo Legal.