El inventario de todo lo que ha perdido la humanidad es inagotable. Es curioso, pero los dos orígenes centrales de las mitologías religiosas y las hipótesis científicas coinciden en afirmarse, el primero, a partir de un mítico lugar que es el “paraíso perdido”, un lugar de creación inicial libre de pecado y de culpa; y en el segundo caso la teoría evolutiva nos conecta con nuestros ancestros directos a partir de un “eslabón perdido” que vuelve a ser discutido año tras año. Aquí se consolida el mito de los inicios perdidos.
En la civilización occidental, la idea del edén perdido se enlaza con uno de los tópicos indispensables del ciclo de la Aurea Aetas (Edad Dorada): geográficamente se cree que cada hombre, a su manera, viene del exilio forzoso y decadente de una tierra sagrada, ombligo del mundo, donde el mal no existe. La palabra paraíso fue adaptada del término avéstico pairidaeza, cuyo significado es recinto circular. El Zohar es enfático en que tenía siete puertas, y en la Torá de Constantinopla se describía el tabernáculo de Moisés como un objeto construido con madera del paraíso.
En una obra poco traducida de Avicena, titulada Relato de Hay bin Yaqzán, se dice que el paraíso es esa región donde “por mucho que andes, vuelves al punto de partida”. Según la Aitareya-Brahmana, el paraíso es Utarakuru, el País del Norte, donde “crece el arroz sin necesidad de sembrarlo”. Para los guaraníes de Mato Grosso, el paraíso era el refugio contra la gran destrucción del mundo. Cada descubrimiento de una nueva tierra suponía, en la época de exploración de los siglos XIV, XV y XVI, una oportunidad para encontrar ese paraíso perdido, que fue el Nuevo Mundo para Europa o Al Ándalus para los árabes.
El hallazgo de fósiles nos ha colocado ante una paradoja: sólo hemos logrado saber que no sabemos lo que fuimos
Dentro del campo de la biología y la antropología, el enigma de los orígenes verdaderos de nuestra especie ha puesto en marcha, desde hace cien años, una búsqueda permanente del eslabón perdido, el cual podría revelar nuestra evolución. Sin embargo, el hallazgo de fósiles nos ha colocado ante una paradoja insólita: sólo hemos logrado saber que no sabemos lo que fuimos. Si se acepta que el Homo habilis tiene unos 2.5 millones de años y el Homo sapiens sapiens, del cual derivan los hombres modernos, desarrolló escritura hace apenas unos pocos miles de años, esto quiere decir que la humanidad tiene 99% de prehistoria y 1% de historia escrita. Y lo que sabemos se reduce a 30% de hallazgos casi todos casuales: hemos perdido la pista hacia nosotros mismos. Edward Gibbon, en el clásico Decadencia y caída del imperio romano (1776-1788), dedicó seis volúmenes de quinientas páginas cada uno a describir en forma somera el equivalente a mil trescientos años de historia occidental: casi doscientos dieciséis años por tomo.
Es insólito todo lo que puede decirse de apenas 1% de esa historia humana;es incuantificable, en cambio, la cifra de obras que no podemos escribir por lo que se ha desvanecido sin dejar otra cosa que un leve rastro. La tradición bíblica nos ha legado la melancolía de tres grandes símbolos desaparecidos: la torre de Babel, que fue más un zigurat que una torre, el Arca de Noé, que salvó a los hombres de su extinción, y el templo de Salomón, cuyos planos contenían para algunos la forma secreta del universo.
En el fondo son arquetipos profundos donde el significado admite lecturas infinitas. Babel cae, según la leyenda, porque fue un intento de estar más cerca de Dios; también su caída encubre el enigma de la multiplicidad de las lenguas como un castigo.
A lo largo de la historia, además, el número de grandes obras perdidas ha crecido de forma alarmante. Es increíble, pero de las siete maravillas del mundo antiguo sólo se salvó la pirámide de Giza. En cambio, quedaron devastados los jardines colgantes de Babilonia, el templo de Artemisa en Éfeso, la estatua de Zeus en Olimpia, el mausoleo de Halicarnaso, el coloso de Rodas y el faro de Alejandría.
La mitad de las obras del Museo del Prado se destruyeron en el incendio que destruyó el Alcázar de Madrid en 1734
Ni los vestigios de una sola biblioteca se preservó para el siglo V: no quedaba nada de la biblioteca de Alejandría, que pudo poseer veinte mil rollos de papiro, según algunos, y, según otros, setecientos mil. Tampoco se sabe mucho de la biblioteca de Pérgamo. Pero ni siquiera las de Roma se mantuvieron activas.
La mitad de la literatura china ya no existe. El terrible incendio del palacio Yuan Ming Yuan (Jardines del Perfecto Resplandor) en China fue acompañado por miles de bienes destruidos y hoy se estima que fueron robadas un millón y medio de obras que se dispersaron por dos mil museos en cuarenta y siete países. Durante la guerra étnica contra sus adversarios, los serbios arrasaron con ciento ochenta y ocho bibliotecas, mil doscientas mezquitas, ciento cincuenta templos católicos, diez iglesias ortodoxas, cuatro sinagogas y más de mil monumentos culturales. El fresco Hombre en la encrucijada (1933), de Diego Rivera, encargado para el nuevo edificio de la RCA en el
Rockefeller Center de Nueva York, fue destruido poco después de su realización porque contenía un retrato de Lenin.
La mitad de las obras del Museo del Prado se destruyeron en el incendio que destruyó el Alcázar de Madrid en 1734 y arrasó con quinientas pinturas de maestros como Leonardo da Vinci o Rubens. El bombardeo del Museo Káiser Federico de Berlín, en 1945, provocó la destrucción de cuatrocientas quince pinturas de grandes clásicos como Caravaggio. Cada semana, un iconoclasta se propone eliminar una obra con la que se obsesiona, como lo hizo en la antigüedad Eróstrato, el destructor del templo de Artemisa.
Las urbes hoy inexistentes son una invitación a la melancolía de quienes se preocupan por las crisis del presente
Las Torres Gemelas de Nueva York fueron atacadas el 11 de septiembre de 2001, y con ellas desaparecieron las obras de arte que contenía el complejo de edificios: de Joan Miró, Masuyuki Nagare, Louise Nevelson y Alexander Calder, además de mil ciento trece obras, entre esculturas y pinturas de los artistas más destacados de todos los tiempos: Alex Katz, Bryan Hunt, Wolf Kahn, Jacob Lawrence. En Iraq, desaparecieron un millón de libros y miles de piezas de arte antiguo y moderno tras la invasión de Estados Unidos. Afganistán ha perdido el 60% de sus pueblos y patrimonios culturales en la lucha, primero del talibán, y ahora debido a la cacería del grupo terrorista Al Qaeda en su territorio. Pasa también en Siria, Mali y Yemen.
Una ciudad como Venecia, construida sobre una laguna que comunica con el mar Adriático, se hunde irremediablemente bajo las aguas. La república de Kiribati, conformada por tres islas del Pacífico Central, ha comenzado a ser evacuada porque desaparece y todas sus construcciones se han perdido, incluso sus infraestructuras turísticas. La hipótesis del calentamiento global, que predice un aumento de hasta 3 grados hasta 2100, implica el deshielo de un 30% de los polos de la Tierra y el aumento de los niveles de los océanos.
Las grandes urbes hoy inexistentes deberían ser una invitación a la melancolía de quienes se preocupan por las crisis del presente: Troya, Micenas, Creta, Delos, Nínive, Ebla, Cartago, Ava, Pompeya, Herculano, Vijayanagar, Jahaz Mahal, Tenochtitlan, Machu Picchu, Petra, Jerash o Angkor. Sólo ruinas.
Desde Atenas hasta Nueva Zelanda, pasando por los restos de lugares hundidos, la tierra expone millones de reliquias
Los pueblos que fueron de fortuna ahora son pueblos fantasmas: Smeerenburg, Bodie, Cubagua, San Elmo, Calico, Ochate, el viejo Belchite, Agdam, isla de Hashima… En fin. Uno de los temas más interesantes del cine y la literatura ha consistido en proyectar la idea de un cataclismo general que destruye todas las grandes ciudades. Existen comunidades llamadas preppers en Estados Unidos que ya están preparadas para un colapso total de la sociedad.
En el siglo XXI, el planeta se ha convertido en un incontrolable depósito de ruinas, chatarras y fragmentos. Continentes, océanos, mares, ríos, montañas, desiertos, páramos, exponen millones de reliquias: el 50% de la memoria del mundo ha desaparecido. Desde Atenas hasta Nueva Zelanda, pasando por los restos de lugares hundidos en el mar por terremotos y catástrofes innumerables, la tierra expone millones de reliquias.
Hay decenas de miles de lugares que fueron alguna vez la representación más cabal de la sociedad y hoy son restos olvidados, mansos parajes debilitados por la incertidumbre y la soledad, inhóspitos reductos de serpientes y ratas. Cualquiera que tenga dudas, que visite esos templos mayas que siguen cayéndose en pedazos.
Las consecuencias de tanto abandono serán irreversibles, en cien años tendremos generaciones totalmente amnésicas
El cementerio de las culturas incluye idiomas completos: el índice de lenguas extintas es impresionante. No sabemos nada de los lenguajes paleolíticos y la historia del desciframiento incompleto de lenguas como el sumerio, el babilonio, el acadio, el eblaíta, el egipcio, envuelve aventuras y anécdotas insospechadas. Ni siquiera con apoyo de computadoras ha sido posible comprender qué quieren decirnos objetos
memorables como el disco de Festo o la escritura llamada lineal A de la civilización cretense.
No pretendo, y lo aclaro aquí en plan final, elaborar un catálogo ni una lista; acaso lo que me anima en estas páginas es más bien reflexionar sobre algunos casos particulares, sin sacar conclusiones tempranas ni hacer usura de críticas vencidas por la rápida corriente de noticias de estos días penúltimos en los tiempos trumpianos de los hechos alternativos.
Sin humildad, sin perseverancia, sin voluntad, las consecuencias de tanto abandono serán irreversibles porque en cien años la catástrofe cultural de la humanidad nos dejará ante generaciones amnésicas, partidarias lúdicas de la clonación del pasado como entretenimiento en fase hacia el control de sistemas post-políticos dependientes de la automatización tecnológica y el espionaje absoluto mientras en el poder se mantendrán élites inaccesibles cada vez más inescrupulosas, corruptas y manipuladoras del pasado, el presente y, por supuesto, el incierto porvenir que nos aguarda.
*** Fernando Báez es autor de 'Los primeros libros de la humanidad' (Fórcola, Madrid, 2013).