La noticia de que Trump ha decidido que Estados Unidos abandone el acuerdo climático de París no ha sorprendido al mundo, por más que haya podido molestarle. Lo había anunciado ya el propio Trump durante su campaña electoral en repetidas ocasiones. En el fondo, la decisión no es más que una consecuencia de la aplicación del lema que inspira su gobierno: America First.
Que América es lo primero no fue solo un simple eslogan para captar el voto descontento y nostálgico americano -que era mucho como se vio-, sino que constituye la verdadera clave y razón de ser de cualquier movimiento de Trump en política exterior. El presidente es claro: no se debe tomar ninguna decisión en temas internacionales que pueda perjudicar a los Estados Unidos de América. Según Trump, Obama, por desgracia, así lo hizo cuando, con su apoyo al Acuerdo de París, permitió una injustificada renuncia de soberanía en materia de emisión de gases y aseguró una ayuda económica multimillonaria a países necesitados de la que se hubiera podido obtener un mejor rendimiento, de acuerdo con los propios intereses americanos.
¿Acaso no le falta razón a Trump? Negar que el Acuerdo de París haya comprometido al gobierno de los Estados Unidos es negar la evidencia. Por lo demás, claro que sí, América debe ser lo primero para el presidente de los Estados Unidos y el pueblo americano, como España debe ser lo primero para los españoles, Aguascalientes lo primero para los hidrocálidos, la empresa Trampolín lo primero para sus accionistas y empleados, y la familia López Martínez lo primero para cada uno de sus integrantes. Más incluso: uno mismo debe ser lo primero para sí, se podría añadir para cerrar el círculo. ¿Qué hay de malo en todo esto? ¿Por qué nos rasgamos las vestiduras ante este principio elemental de comportamiento humano?
La ética del 'self-interest' ha sido y es la prevalente en la la crisis de refugiados, en el brexit, en la cuestión catalana...
En mi opinión, lo que falla no es la formulación del principio América primero, que es cierto y válido, sino su correcta interpretación. Esta interpretación debe hacerse, no desde una ética excluyente basada en el interés propio sino desde una ética incluyente basada en la solidaridad.
La ética del self-interest es inaceptable en nuestros días, por cuanto establece una barrera artificial entre lo propio y lo ajeno, además de descuidar lo común, que es el ingrediente principal de lo que hoy llamamos globalización. Este modelo ético interpreta todo en clave de poder y entiende cualquier acto solidario -desinteresado- como una dejación injustificada. Es una ética de equilibrio de voluntades que se imponen, y por eso de búsqueda de consensos interesados resultantes de las luchas entre distintos poderes.
A mayor poder, mayor capacidad de imponer libremente la propia voluntad por consenso. Por desgracia, la ética del self-interest ha sido y es la prevalente en la gestión de la crisis de refugiados, en el brexit, en la cuestión catalana, y es la que en el fondo ha dominado las relaciones internacionales entre seres humanos, con honorables excepciones, hasta nuestros días. Así nos ha ido. No demonicemos, por eso, farisaicamente a Trump. Es uno más en la gran jungla humana, a quien, de acuerdo con esta ética, tampoco le ha ido tan mal.
América no es un proyecto que se puede cerrar herméticamente. Su aislacionismo, tarde o temprano, pasará factura
La globalización como fenómeno nos ha permitido experimentar que cualquier separación extremista e inapelable entre lo propio y lo ajeno es artificial. La dualidad propio-ajeno, como cualquier dualidad radicalizada y excluyente, es ella misma reduccionista, pues impide captar aspectos importantes de una realidad mucho más rica.
No se puede pensar en un yo sin un tú, en un tú sin un nosotros, y un nosotros sin un ellos que debe convertirse, a su vez, en un todo unitario. Un yo, América, y un tú, resto del mundo, sin un nosotros, que es la humanidad, es una verdad a medias, y, constituye, en el fondo, como todas las verdades a medias, un gran engaño y una fuente de confusión y falsedad.
El trumpismo, en este sentido, es marcadamente reduccionista, como lo son casi todos los ismos que en el mundo han sido, y, como tal, es artificioso, y, a la larga, improductivo. Trump se equivoca estrepitosamente al pretender defender América sin tener suficientemente en cuenta el bien común universal. América no es un proyecto único, enlatado, que se puede cerrar herméticamente. Por eso, su aislacionismo, tarde o temprano, pasará factura. Tiempo al tiempo.
La medida de Trump de renunciar al Acuerdo de París cuestiona la reputación internacional de Estados Unidos
Las relaciones internacionales, así como las nacionales, deben fundarse en una ética de la solidaridad, que supera con creces la ética del self-interest tal y como se ha entendido egoístamente hasta ahora. No se trata, por supuesto, de que los estados no tengan que actuar en interés propio (¡que cada palo aguante su vela!), sino de la necesidad de considerar el interés global como parte integrante del interés propio de cada comunidad política.
El interés global ha pasado a ser en nuestros días condición suficiente en la toma de las decisiones nacionales, así como salvaguardar los intereses nacionales es, en la medida de lo posible, condición necesaria, aunque no suficiente, en la toma de decisiones globales.
Un estado que actúa conforme al interés global, está actuando, por definición, solidariamente, así como un estado que obra en interés propio integrando en su decisión los intereses globales, actúa solidariamente. Esto explica por qué donde existen intereses globales, como es el caso del cambio climático, sea del todo posible, e incluso éticamente exigible, lograr acuerdos. La comunidad internacional, por su parte, debe tratar de salvaguardar al máximo posible los intereses de las naciones.
El liderazgo americano no se puede mantener imponiendo una agenda propia a costa del bien común universal
Esta ética de la solidaridad es mucho más necesaria en nuestra hora presente que en momentos anteriores. La razón es obvia: a mayor interdependencia, mayor necesidad de implicación y, por tanto, mayor exigencia de solidaridad. La solidaridad se está imponiendo como el único camino válido para poder vivir razonablemente en un mundo globalizado. No hay alternativa.
Por eso, estoy convencido de que la globalización, aunque exija un gran esfuerzo a las naciones, va a suponer un salto sustancial en el nivel de solidaridad humana, y este salto va a permitir a la humanidad alcanzar un grado de compresión mucho más profundo de nuestra propia realidad. Se trata, en el fondo, de una nueva fase evolutiva de la consciencia humana.
La insolidaria medida de Trump de renunciar al Acuerdo de París cuestiona seriamente la reputación internacional de los Estados Unidos, que es su mayor intangible. El liderazgo americano no se puede mantener imponiendo una agenda propia, ni buscando el propio interés a costa del bien común universal. América primero, sí, pero no solo en poder económico y militar, en desarrollo científico y tecnológico, en universidades y compañías, en seguridad, comunicación y entretenimiento, sino también en democracia solidaria. La cuna de la democracia debe solidarizar sus relaciones internacionales y consolidar su liderazgo mundial, como fruto maduro de su merecida reputación internacional y no de su mezquino interés político.
*** Rafael Domingo Oslé es Spruill Family Research Professor en la Universidad de Emory en Atlanta y catedrático en la Universidad de Navarra.