La primera manifestación después de un asesinato terrorista a la que acudí se celebró en San Sebastián el día después de que ETA asesinara a mi hermano. Allí me emocioné por la cantidad de personas que mostraron su dolor y su apoyo a los que nos quedábamos huérfanos sin él. Me reconfortó.
Por eso, desde entonces he asistido a multitud de manifestaciones después de un atentado terrorista y Barcelona no podía ser una excepción. Yo estuve allí por las quince personas asesinadas —dieciséis, como supimos horas después— y por las decenas de heridos. Por sus familias y por tantas biografías truncadas. Estuve allí contra el terrorismo, por su condena y su deslegitimación.
Sabía, cómo no, que otros tenían sus propias motivaciones. Días antes critiqué públicamente que una fuerza política como EH Bildu, que no ha condenado el terrorismo —ni el de ETA ni el yihadista— acudiera a una marcha contra el terrorismo. Temí que el nacionalismo radical y excluyente que hemos padecido y padecemos en el País Vasco y Navarra repitiera sus estrategias y sus estragos en Barcelona.
No escuché ni un solo lema en memoria de las víctimas, en el recuerdo de esos dos niños asesinados vilmente
Me cuestioné el lema. Pero puse por encima de todo el respeto a las víctimas, el homenaje sentido y la memoria que les debemos desde el momento en el que cayeron asesinadas a manos del terror. Y acudí. Y vi muchas cosas, pero no la que debía haber presidido la marcha: la piedad.
No llegó a mis oídos un solo grito de reproche a los terroristas. Nadie gritó “en mi nombre, no”. No escuché ni un solo lema en memoria de las víctimas, en el recuerdo ni siquiera de esos dos niños asesinados vilmente o de esos otros que han quedado huérfanos. Ni una promesa de mantener su memoria.
En cambio, vi el odio con mis propios ojos. Vi ese odio propio de las ideologías radicales, basados en una mentira poderosa inoculada en las entrañas de decenas de personas. Vi ese odio que hace callar a los buenos, que silencia la libertad y asfixia la cordura. Vi ese odio chillón, seguro de que cuanto más alto grita, más razones acumula.
Tengo miedo de quienes son incapaces de ponerse en el lugar del otro y de imaginar el duelo de las familias
Por un momento me trasladé a la manifestación tras el asesinato del parlamentario socialista Fernando Buesa a manos de ETA. Aquella marcha fue objeto de una manipulación vil del nacionalismo vasco, que la convirtió en una marcha de apoyo al lehendakari Ibarretxe en el punto álgido de sus delirios independentistas. Ese día la dignidad de los nacionalistas tocó fondo. Me pregunto si aún nos queda algún episodio indigno que ver en Barcelona.
Ahora sólo puedo decir que yo sí tengo miedo. Tengo miedo de quienes son incapaces de ponerse en el lugar del otro y de imaginar el duelo de las familias. Tengo miedo de la hemorragia de odio que vi emanar de los radicales, para quienes ni siquiera la vida humana arrebatada está por encima de sus proclamas. Tengo miedo de los fanáticos.
Olvidan todos ellos que quienes tenemos motivos para odiar nunca lo hemos hecho. Han matado a nuestros familiares, nos han dejado heridas de por vida, pero desde el primer minuto tuvimos claro que no caeríamos en esa bajeza por una simple razón: no somos como ellos. A vosotros, los que hicisteis bandera del odio en las calles, os pregunto: ¿Y vosotros? ¿Queréis ser como ellos?
*** Consuelo Ordóñez es presidenta del Colectivo de Víctimas del Terrorismo (Covite).