La crisis constitucional y política que está padeciendo España tanto como Cataluña no es lo que a primeras parece. En la superficie, parece simplemente un enfrentamiento entre dos colectivos: por un lado el pueblo de España, cuya soberanía está explícitamente reconocida en la Constitución, y por otro el pueblo de Cataluña, con su presunto derecho soberano a decidir su propio destino.
No corresponde aquí recorrer la larga historia y el extendido debate jurídico y político acerca del proceso que nos llevó a un estado dividido en regiones autónomas. Simplemente, notar que el debate sobre la cuestión de Cataluña tal como se presenta en la crisis actual supone aplicar una visión soberanista, monista, y mayoritarista del orden social. Esta visión tiende a generar conflictos y enfrentamientos políticos innecesarios, forzando respuestas simplistas y generalizadas a problemas que requieren soluciones matizadas y hechas a medida de las condiciones locales de una región, municipio, o incluso asociación de ciudadanos.
Una visión monista y soberanista del orden social, herencia de las monarquías absolutistas de Europa que querían consolidar su poder sobre todas las clases y sectores sociales, funda el orden social y político en un gobierno considerado el exclusivo guardián, por así decirlo, del poder soberano del pueblo. La creación de este gobierno se consigue a través de unas elecciones en las cuáles se elige un cuerpo de delegados para representar la voluntad del pueblo entero. Y una vez elegido este cuerpo, se descubre y se implementa la voluntad del pueblo, a través de una votación democrática de los representantes presentes en la asamblea. Así, una votación del 51%, se supone, representa la voluntad soberana de todo el pueblo, aunque el 49% de los representantes estén en contra, y aunque un sector muy considerable de los ciudadanos vea el resultado de la votación con horror.
Un bloque mayoritario puede hacer mucho daño a una minoría, incluso respetando la Constitución
Esto se llama democracia, o voluntad soberana del pueblo, y el que se oponga al resultado se convierte fácilmente en un “enemigo del pueblo”. Así se gobierna la complejidad y diversidad de las comunidades en función de una sola decisión, forzada por una mayoría de parlamentarios (o ciudadanos en caso de votación popular), que vincula a todos los sectores de la sociedad en el nombre del pueblo. El que cuestiona la legitimidad del resultado se opone, aparentemente, a los derechos del pueblo.
Naturalmente, hay barreras constitucionales que pueden limitar el poder de la mayoría. Pero estas barreras se pueden desmontar donde hay suficiente voluntad política, y en todo caso un bloque mayoritario puede hacer mucho daño a los intereses de una minoría, incluso respetando los límites y derechos legales que marca una constitución. Basta pensar en un impuesto que cae en modo desproporcional en un sector, industria, o clase de la sociedad.
Ciertamente, el planteamiento soberanista puede reconciliarse con un cierto nivel de descentralización, como en el caso del Estado español, que concede poderes importantes a sus comunidades autónomas. Sin embargo, en último término no soporta la noción de una auténtica división del poder constituyente del pueblo español, e inhibe la autodeterminación política de las comunidades integrantes de España, sean estas autonómicas, sean subautónomas.
El 'Govern' avala que el 51% de los catalanes pueda forzar al 49% restante a una identidad que no acepta
El planteamiento soberanista, en las manos del Gobierno de España, daría un veto permanente a la mayoría de los españoles sobre el futuro político de los catalanes. En las manos del Govern de Cataluña, permitiría a una mayoría del 51% de catalanes a imponer un nuevo orden constitucional a la otra mitad de los catalanes.
Este punto se puede apreciar en el caso del reciente referéndum del 1-O, porque aunque fuera legal y con plena participación, desde el momento en el que el Govern avala que el 51% de los catalanes pueda forzar al 49% restante a una identidad política y cultural que no acepta, está tratando a la mitad de los ciudadanos exactamente como el Estado español está tratando a Cataluña, a saber, como una minoría subordinada a la voluntad soberana de la mayoría de sus conciudadanos.
Todo esto se puede contemplar como un efecto inevitable de la democracia en un pueblo política, lingüística, y culturalmente diverso. Pero si estamos dispuestos a considerar otros modelos de convivencia, más consensuales, descentralizados, y liberados de un mayoritarismo ciego, podemos acomodar y reconciliar los intereses e identidades de diversos sectores de la sociedad, sin pretender cristalizar todos esos intereses en una única voluntad soberana.
La creación de una España confederal requeriría de bastante imaginación y flexibilidad política
Esto se podría conseguir con un modelo no mayoritario sino auténticamente confederal, de la convivencia política. El punto de partida del confederalismo es que la sociedad contiene una diversidad política y cultural que solo puede ser representada y gobernada de modo adecuado con un sistema de gobierno sumamente descentralizado. El modelo confederal se planteó seriamente a lo largo de los debates de la Segunda República, pero fue desplazado finalmente por un modelo más unitario y soberanista de España, que contemplaba concesiones de poder y jurisdicción desde el Estado, más bien que pactos entre comunidades independientes.
Bajo el modelo confederal, se podría contemplar no solo una España multinacional, sino también una Cataluña multinacional y multicultural, y se podría aceptar que el patrimonio cultural de España y de sus comunidades participantes se puede expresar legítimamente con diferentes estilos, matices, y acentos en cada municipio, pueblo, e incluso aldea. En una España confederal, grandes decisiones sobre el futuro del pueblo -sea a nivel español, sea a nivel autonómico- no estarían sujetas a votaciones mayoritarias como ocurre en un sistema soberanista, sino que requererían el consentimiento de una gran mayoría (mucho más de 51%!) de los municipios y sectores sociales directamente implicados.
La creación de una España confederal requeriría, naturalmente, una transformación del marco constitucional actual, y bastante imaginación y flexibilidad política, cosa que francamente nos está faltando en el enfrentamiento actual. Sin embargo, si no superamos la lógica mayoritarista y soberanista que subyace el presente debate, corremos el riesgo de fragmentar el país en pequeñas parcelas soberanas, que no caben dentro del marco constitucional soberanista de España, y se convierten efectivamente en enemigos del Estado.
Un resultado tan lamentable se podría evitar si desarrollásemos un modelo más plural, colaborativo y participativo de la convivencia política, dicho en otras palabras, un modelo confederal.
*** David Thunder es investigador Ramón y Cajal y autor del libro 'Citizenship and the Pursuit of the Worthy Life' (Cambridge University Press, 2014).