El conflicto de los símbolos y monumentos en el mundo
El autor reflexiona sobre la destrucción de monumentos y obras a lo largo de la historia, un fenómeno que continúa hoy. El problema, argumenta, es saber cuándo está justificado hacerlo.
Hace unas semanas se mutiló en dos lugares distintos la estatua de fray Junípero Serra, fundador de California. Cientos de estatuas de Colón han sido destruidas durante largo tiempo. Banderas catalanas y banderas españolas han sido quemadas en un conflicto que crea tensión en Europa. Estatuas del franquismo han ido desapareciendo al igual que se cambian nombres de calles. En buena parte de Ucrania, han derribado 1.200 estatuas de Lenin tras la caída del gobierno tutelado por Vladimir Putin. Esto en Europa, el entorno de Rusia y América Latina, porque en EE.UU. la polémica es de mayores proporciones por los grupos étnicos implicados: los adeptos de Trump se enfrentan a sus contrincantes en el proceso de borrar signos confederados a lo largo de todo el país y ha resurgido con fuerza el debate de borrar la historia de acuerdo con nuevos o tradicionales criterios de ética, historia, política y ciudadanía.
Estamos ante la iconoclastia, la destrucción o el olvido de cualquier símbolo o imagen del adversario o de lo que un movimiento histórico o político representa. Para hablar de la destrucción de imágenes hay que comenzar explicando que la iconoclastia y la guerra aparecen entre los fenómenos más destructivos junto a los desastres naturales. La primera ciudad del mundo, que fue Jericó, sucumbió porque era un símbolo y, desde entonces, se estima que los conflictos han provocado daños irreversibles al patrimonio cultural de la humanidad.
Cartago, fundada tal vez en 814, llegó a ser el símbolo de la resistencia a Roma y fue arrasada, se mató de hambre a los habitantes, sobre los edificios derruidos se arrojó sal y no quedó nada de su memoria, salvo las referencias que los propios historiadores romanos conservaron por los testigos que fueron llevados a Roma. La frase más famosa asociada con este triste hecho se ha atribuido a Catón el Viejo, quien solía finalizar sus discursos en el 150 diciendo: Delenda est Carthago (¡Destruid Cartago!).
El movimiento de los iconoclastas trajo la quema de imágenes y de libros de un bando y otro
Durante el movimiento de los iconoclastas, entre los siglos VIII y IX, la quema de imágenes también alcanzó a los libros de los autores de un bando u otro. La iconoclastia comenzó cuando León III decidió proscribir las imágenes para conciliar así a cristianos, judíos y musulmanes, pero en el fondo predominó en la decisión un intento de reducir la influencia de la Iglesia en los asuntos del Estado. Hacia el año 725, un edicto repudió las imágenes eclesiásticas y una estatua de Cristo fue destruida. El hijo de León III, Constantino Coprónimo (su apellido significa literalmente “nombre de excremento”), prosiguió la iconoclastia y arreció las medidas contra los protectores de imágenes.
En el polémico decreto del concilio de 754 se proclamó: “Será rechazada, apartada y expulsada con imprecisiones de la Santa Iglesia toda imagen de cualquier material”. Un poco la idea que vemos en el Viejo Testamento de prohibir venerar imágenes, que trae un castigo severo a quienes la incumplen.
En un acto insospechado, la nueva ciudad de México se edificó sobre Tenochtitlán. Los frailes ordenaron sepultar o destruir los templos. En el año 1530, en Tetzcoco, Zumárraga hizo una hoguera con todos los escritos e ídolos que consiguió de los mexicas. Fray Juan de Torquemada, tío del inquisidor Tomás de Torquemada que quemó cientos de libros de los árabes en España, escribió con ironía: “[…] Porque los religiosos y el obispo primero don Juan de Zumárraga, quemaron libros de mucha importancia para saber las cosas antiguas de esta tierra, pues entendieron que era demostración de supersticiosa idolatría…”. Hay un libro excelente sobre el tema titulado La Guerra de las imágenes de Serge Gruzinski sobre este asunto.
El acto destructivo de La Bastilla fue considerado como el colapso de una era despótica
El escritor Louis Réau dedicó 320 páginas del total de 1.190 que comprende su descomunal Histoire du vandalisme (1994) sólo a describir exclusivamente los procesos de iconoclastia convulsiva que tuvo la Revolución francesa desde 1789 hasta el golpe de Estado que coloca a Napoleón Bonaparte al frente del gobierno francés en 1799.
La cólera de la reacción puede medirse en lo que fue el primer acto realmente revolucionario: la toma de La Bastilla, el 14 de julio de 1789. La noticia de aquel hecho, hoy vitalizado por el imaginario de la identidad francesa como fecha de celebración, se propagó muy pronto tanto en Europa como en América, y el acto destructivo mismo contra la cárcel fue considerado como una expresión no sólo del derrumbe de un sistema sino del colapso de una era despótica.
El 14 de julio de 1789 La Bastilla fue sitiada por unos 50.000 franceses que buscaban pólvora después de haber conseguido armas en Les Invalides, atacaron el edificio y una vez que tomaron el control de la cárcel mataron a su gobernador Bernard-René Jordan de Launay, lo decapitaron y pasearon su cabeza por las calles de la aterrada ciudad. La Bastilla fue saqueada, incendiada y destrozada.
Poco se divulga sobre los monumentos condenados que han pasado a ser indeseables o están por serlo
La Segunda Guerra Mundial, además de un legado siniestro de 60 millones de muertos, aniquiló maravillas extraordinarias que se redujeron, en el mejor de los casos, a ruinas. Fue tal el desastre en 1946 que se filmaron 1.500 películas llamadas trümmerfilme (film de escombros) para ambientar el cine de entretenimiento en las ciudades alemanas destruidas con la intención de concienciar a la población sobre los estragos sufridos. Las mujeres de Berlín intentaban abstraerse de lo que sucedía recogiendo escombros: fueron las trümmerfrauen (“mujeres de los escombros”) que tuvieron la entereza de mantenerse de pie y además de borrar miles de símbolos nazis que están prohibidos, hoy, por leyes que protegen tal vez de forma inocua contra la apología del delito, y la mejor prueba es la reedición de Mi lucha de Hitler como un best seller.
Se han hecho listas de las siete maravillas arquitectónicas del mundo antiguo; hay listas de los tesoros culturales de todas las épocas; la Unesco tiene un inventario de Patrimonio del Mundo (World Heritage) con otra lista adicional que es Memoria del Mundo (World Memory); hay miles de guías turísticas impresas o electrónicas que repiten datos sobre los edificios o monumentos que debe visitar alguien si pretende conocer un país, una ciudad, un pueblo o incluso un campamento; hay abundantes listas de lugares sagrados; hay listas de monumentos submarinos, terrestres o espaciales; de todo esto hay registros minuciosos, pero poco se divulga sobre los monumentos condenados que han pasado a ser indeseables o están por serlo.
Me refiero, por supuesto, a edificios, estatuas o legados culturales, tangibles o intangibles, que se convierten en un símbolo de vergüenza para una comunidad después de haber sido emblemas de una gestión política, religiosa o económica de corte autoritario y sufren rechazo, vandalismo o destrucción espontánea o planificada por un nuevo gobierno o una multitud. En cierta forma, el ataque ha funcionado como fundación de un orden primario de venganza y un mensaje de condena violento. Aquí funciona lo que se conoce como damnatio memoriae (término latino traducido como condena o maldición de la memoria), una extensa práctica histórica en la que se procede a borrar todo rastro de la memoria de aquellos considerados infames (desde inscripciones, archivos, estatuas, libros y monumentos) para facilitar su ostracismo social.
Pudiera decirse que no debe haber rencor y odio, sino memoria de lo que no debe suceder de nuevo
Klaus Herding ha distinguido entre el simple reemplazo de nombres o inscripciones, reemplazo total o parcial, enterramiento o condena como si se tratara de alguien real y remoción a secciones especiales de almacenamiento.
Hay otros usos de los monumentos malditos que no fomentan su eliminación sino su conversión en museos de los límites de la naturaleza humana o pruebas ostensibles de los crímenes cometidos por una persona o régimen. Probablemente se haya comprendido que el olvido no lo decreta la inexistencia pública del contenido de un recuerdo. Sigmund Freud pensó que así como existía la memoria, existía el inconsciente, donde se almacenan los olvidos de la gente. El olvido activo es una teoría central del psicoanálisis: el eje del bloqueo o represión de los recuerdos.
En el debate de posguerra de 1946-1950 se pedía el desmantelamiento de los campos de concentración creados por los nazis y que sirvieron para el Holocausto de seis millones de judíos: Auschwitz, Dachau, Mauthausen-Gusen, Buchenwald, Sachsenhausen, Bergen-Belsen, Les Milles, Theresienstadt o Treblinka. Tras arduos debates, se optó por convertir esos centros en museos negros de la memoria que procuran alentar la mejor consigna en procesos donde la violencia haya socavado derechos humanos fundamentales: lo primordial es no olvidar. Pudiera decirse que no debe haber rencor y odio, sino memoria de lo que no debe suceder de nuevo.
Dentro de la iconoclastia hay que incluir el muro de Berlín, un engendro de la Guerra Fría
Dentro de la iconoclastia, hay que incluir cómo fue destruido el muro de Berlín, un engendro de la Guerra Fría que sirvió para establecer visualmente la división de Alemania en dos naciones después de su derrota en 1945. La propaganda de la RDA consideraba el muro como “protección antifascista” y la RFA se refería al “muro de la vergüenza”. En el punto de control apodado Charlie se encontraban a pocos metros de distancia tanques y soldados de los ejércitos occidentales y orientales. Dentro de Berlín funcionaban siete pasos controlados y a lo largo del país la cifra aumentaba a 31.
La noche del 9 de noviembre de 1989 se había divulgado la noticia de que los ciudadanos de la RDA podían cruzar libremente los controles fronterizos, y las multitudes se reunieron en diversos pasos habituales con la esperanza de salir. A partir de ese momento, había caído el muro y numerosos alemanes celebraron acudiendo a derribarlo con picos.
Como símbolo, el año 1989 fue definido como el inevitable fin del comunismo y de la Guerra Fría. El 22 de agosto de 1991 era derribada la estatua de Felix Dzerzhinsky que estaba frente a la sede de la KGB. La iconoclastia contra el comunismo se desató con inusual fuerza y no ha terminado en el siglo XXI. En Berlín han sido exterminados paulatinamente todos los símbolos de la RDA. El Estadio de la Juventud, diseñado por los arquitectos Reinhard Lingner y Selman Selmanagic, había sido construido en 120 días e inaugurado el 20 de mayo de 1950, fue convertido en espacio para la construcción de la sede de la Inteligencia policial. La estatua de Lenin que adornaba la Plaza de Friedichstain fue demolida y se argumentó que era mera propaganda; sólo en los territorios de la Unión Soviética se contabilizaron 70.000 imágenes de Lenin hasta 1994. El Palacio de la República fue desmantelado para ser sustituido por el Palacio Real Prusiano.
Hay alcaldes en EE.UU. que han apoyado el desmantelamiento de las imágenes confederadas
El documental Disgraced Monuments de 1991-1993 es un recuento de la iconoclastia contra los monumentos del comunismo en Rusia y en otros países como Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Lituania, Georgia o Ucrania. Producido y dirigido por Mark Lewis y Laura Mulvey, muestra la batalla entre distintos sectores por borrar la memoria del adversario. Muestra las estatuas arrojadas al Parque de Moscú en lo que se llamó el Museo del Arte Totalitario.
El mundo árabe no es ajeno a una iconoclastia incesante. Desde la caída de Constantinopla -los otomanos barrían toda cruz o símbolo cristiano- hasta el Califato islámico -que ejecuta abiertamente una destrucción por barbarie, una iconoclastia terrorista hacia mezquitas, bibliotecas, símbolos sufíes en Mali, y devastación de todo lo que significa el mundo asirio-. Nimrud, Nínive, Palmira... han sido apenas muestras de este hecho que confunde de modo perverso el vandalismo sectario con la indignación, lo cual no es infrecuente en otras regiones árabes como el Magreb.
Ahora, justo en 2017, EE.UU., que padece una crisis de gobernabilidad que no sorprende dados los ataques intencionales que provoca la figura y discurso de Donald Trump, vive una polémica donde resurge la iconoclastia al plantear eliminar la estatua de Robert E. Lee de Virginia, borrar banderas y monumentos en ciudades como Dallas, Phoenix, Atlanta, a lo que se suma que en agosto la estatua de Lee en Charlottesville fue derribada en un motín social abrumador. Hay alcaldes que no han vacilado en apoyar el desmantelamiento de las imágenes confederadas y la crisis no cesa porque forma parte de una guerra cultural innegable que vive la sociedad estadounidense que incluye temas que se creían superados.
Los monumentos de la conquista, la sumisión o la represión o el conflicto ideológico nos perturban
Nada hace pensar, y vale la pena comentarlo a los lectores, que la iconoclastia vaya a pasar, no es un fenómeno fugaz en esta era de eufemística post-verdad y hechos alternativos orwellianos. En esencia, los monumentos o imágenes del autoritarismo, la conquista, la sumisión forzada o conducida, la represión o el conflicto ideológico nos perturban porque han sido representaciones postuladas como ejemplos para imponer un relato histórico, étnico o religioso.
El problema es dónde se separa la iconoclastia del método artístico vanguardista o del repudio comprensible. El audaz Bernard Shaw, en su obra César y Cleopatra, hace que un personaje denuncia que se destruya el pasado y la respuesta de César, como personaje, resume lo que hemos visto y lo que veremos: “Lo destruiré y construiré el futuro con sus ruinas”.
Fernando Báez es y autor de 'Maravillas perdidas' (México, 2016).