1. Abstenerse de competir con ellos
El nacionalismo catalán es contradictorio. Se vende a sí mismo como “burgués, de clase media y comerciante” pero abomina del libre mercado tanto como cualquier diputado de Podemos. Véanse por ejemplo los aspavientos de indignación del nacionalismo cuando algún osado insinúa la posibilidad de liberalizar los horarios comerciales en la comunidad. Ni los linces están tan protegidos en España como los tenderos locales ineficientes en Cataluña.
Y eso es algo que no tendría mayor trascendencia más allá del reino de taifas catalán si no fuera por la molesta manía de los Gobiernos españoles de acudir al rescate de cualquier sector empresarial catalán amenazado por la pujante competencia de las otras regiones españolas. “El Gobierno impide que Extremadura dedique más hectáreas al cava hasta 2020”, decían los diarios españoles hace apenas un mes.
Los privilegios comerciales catalanes (y vascos) han sido una tradición de la vida política española que ningún Gobierno, autoritario o democrático, se ha atrevido a derogar
Los privilegios comerciales catalanes (y vascos), esa rémora antiliberal que ha frenado históricamente el desarrollo económico del resto de España, no son cosa reciente. Esto decía Stendhal, ese francés franquista, ya en 1838: “Estos señores quieren leyes justas, a excepción de la ley de aduana, que se debe hacer a su gusto. Los catalanes piden que todo español que hace uso de telas de algodón pague cuatro francos al año, por el solo hecho de existir Cataluña. Por ejemplo, es necesario que el español de Granada, de La Coruña o de Málaga no compre los productos británicos de algodón, que son excelentes y que cuestan un franco la unidad, pero que utilice los productos de algodón de Cataluña, muy inferiores, y que cuestan tres francos la unidad”.
2. Reconocer sumisamente su innata superioridad
No contentos con gozar de un proteccionismo comercial impropio de una democracia liberal moderna, los nacionalistas necesitan oír continuamente, a todas horas, que son mejores que el resto de los españoles. Porque los catalanes, como dijo un gran pensador gallego, "hacen cosas". Cosas intrínsecamente mejores que las que hacen, sin ir más lejos, los gallegos. Y esas cosas no son mejores por ser mejores, sino por ser catalanas.
Nadie ha hecho más por fomentar el complejo de superioridad nacionalista catalán que esos españoles que creen que los catalanes son más trabajadores, sensatos, moderados, democráticos, modernos, elegantes y de diseño que el resto de los españoles. Pero ese es otro tema.
Al fondo del nacionalismo catalán late el verdadero motivo de su permanente sentimiento de agravio: el complejo de superioridad. El supremacismo
Esto decía el cómico Quequé esta semana, entrevistado por Iñako Díaz-Guerra en El Mundo: “Yo tenía esperanza en que, al final, como los argumentos del nacionalismo son tan débiles y se desmontan fácil, algún indepe dijera la verdad: «Nos queremos ir porque somos mejores». Esa es su razón final”. Algo similar decía Rosa Díez hace unos días: “Nadie se considera diferente a otro porque se crea peor".
Y esa es la clave del asunto. Un nacionalista puede hablar de agravios fiscales y comerciales (de putas habló la Tacones), de cultura propia (como si un jerezano, un conquense o un madrileño no tuvieran también folclore regional) y hasta de sentimientos (de lágrimas andan rebosantes las alcantarillas de la comunidad catalana). Pero al fondo a la derecha de todo ello late el verdadero leitmotiv de cualquier nacionalismo: el sentimiento de superioridad. El supremacismo.
3. Permitirles delinquir impunemente (e indultarlos si son condenados)
A más de un presidente del Gobierno le han tenido que enderezar las cervicales a martillazos de tanto mirar hacia otro lado mientras los caciques locales del nacionalismo robaban a manos llenos hasta convertir Cataluña (y esto son datos oficiales) en la comunidad más corrupta de España, muy por delante de Andalucía, Valencia y Madrid, que se han llevado la fama mientras el independentismo cardaba la lana hasta con las muelas.
Los motivos por los que el público independentista cree que la misma casta corrupta que ha saqueado la comunidad mientras movía la bolita de la independencia de uno a otro cubilete convertirá una hipotética Cataluña independiente en un edén de transparencia y de buenas prácticas democráticas daría para una tesis doctoral en doce tomos.
Sin embargo, de vez en cuando ocurre lo inesperado. Algún nacionalista es condenado por robar, o por desobedecer las sentencias judiciales, o por dar un golpe de Estado. Entiéndanme. Por robar, desobedecer o dar un golpe de Estado con mayor descaro del acordado tácitamente con el Gobierno central de turno. ¡Hasta en la impunidad mafiosa hay límites!
Pero para eso está el PSC, el tradicional legitimador moral de la insolidaridad nacionalista. “Iceta se muestra partidario de indultar a los Jordis y a los consejeros si son condenados” decían los diarios esta semana. El mensaje del socialismo al nacionalismo es claro. “Delinquid discretamente, pero si alguna vez la cosa se os va de las manos o un juez osa aplicar la ley en Cataluña, no os preocupéis porque ahí estaremos nosotros para sacaros de la cárcel”. El nacionalismo suele corresponder a tanta generosidad llamando franquistas a los socialistas en horario de máxima audiencia.
4. Callar
Pocos mitos son preservados con mayor devoción en Cataluña como el que dice que la región es un remanso de paz, concordia y exquisito talante democrático. ¿Le impedimos a tu hijo escolarizarse en su idioma materno? ¡Ninguna familia se ha quejado! ¿Multamos a los tenderos por rotular su negocio en castellano? ¡No veo a nadie cerrar su negocio por ello! ¿Aplastamos los derechos de la oposición en el Parlamento catalán? ¡Sólo se queja la oposición! ¿Convertimos TV3 y Catalunya Ràdio en medios de comunicación sectarios, parciales y generadores de odio hacia el 50% de los ciudadanos catalanes? ¡A los espectadores de TV3 les encanta TV3!
La hegemonía nacionalista basa su prevalencia en dos pilares. El primero es el presupuesto. La Cataluña nacionalista es un microclima financiado generosamente por todos los españoles y en el que los ciudadanos más obedientes al régimen disfrutan de un nivel de vida muy superior al de sus contrapartes del resto de España (compárense los sueldos de la Policía Nacional y la Guardia Civil con los de los Mossos d’Esquadra).
Abandonados históricamente por los distintos Gobiernos centrales, a los catalanes no nacionalistas no les ha quedado más remedio que callar para evitar males mayores
El segundo es el silencio. Un silencio al que ha contribuido el abandono de los catalanes no nacionalistas por parte de los diferentes Gobiernos centrales. Rota esa burbuja de silencio por las pasadas de frenada del procés independentista, el oasis catalán se ha revelado como lo que siempre ha sido: el régimen corrupto y supremacista del que se beneficia una oligarquía local (las famosas cien familias) manipulando a una ciudadanía dependiente de los presupuestos de la Generalidad y adormecida por el cálido ronroneo de los medios de comunicación locales y de un sistema educativo cuyo objetivo no es educar a los niños sino implantar en ellos el marco mental catalanista.
5. Suspender la incredulidad
Las empresas no se han ido de Cataluña por la inseguridad jurídica, fiscal e incluso física provocada por el independentismo, sino porque el Gobierno central ha facilitado su salida mediante un decreto ad hoc (que por cierto es bidireccional: facilita tanto las salidas como las llegadas).
Los consejeros no están en la cárcel por haber dado un golpe de Estado, sino por ser independentistas (aunque los independentistas que no han participado directamente en el golpe siguen en sus escaños en el Congreso de los Diputados sin mayores molestias que las derivadas de verse obligados a trabajar como el resto de sus compañeros de la Cámara).
La convivencia no la ha roto un nacionalismo que ha convertido al 50% de los catalanes en ciudadanos de segunda sino la fuerza utilizada por los cuerpos de seguridad del Estado (mientras intentaban impedir un referéndum ilegal con el que los independentistas pretendían privar de sus derechos al resto de españoles).
La suspensión de la incredulidad, tan necesaria en una sala de cine cuando necesitas creer que un alienígena apolíneo y superpoderoso llamado Supermán protege a los humanos de graves amenazas existenciales, es en Cataluña un requisito imprescindible para sobrellevar la vida en común con tus vecinos nacionalistas sin que se te escape la risa a cada minuto. “¿Así que vivís oprimidos porque el cercanías de la RENFE se ha retrasado cinco minutos y eso es la prueba de una conspiración del Estado para aplastar vuestra cultura e impediros hablar en catalán? Ajajá”.