Los lamentables resultados de las elecciones en Cataluña, invitan a hacer varias reflexiones.
El independentismo ha penetrado hasta la región subcutánea del cuerpo social catalán, especialmente el del mundo rural, mucho más vulnerable a la propaganda y la demagogia lanzada desde el poder. Costará mucho desmantelar esa inmensa red clientelar que el nacionalismo ha tejido durante casi cuarenta años. Seguro que, si alguien se toma la molestia de investigarlo, del 47,49% de su apoyo electoral, más de un 10% depende estomacalmente de él, y sabemos que con el resto ha establecido una auténtica relación de dependencia psicológica, más subliminal y sutil, pero, como hemos visto, igual de eficaz.
El fracaso del constitucionalismo ha sido pensar que bastaba con una mera declaración formal de la aplicación del artículo 155 de la Constitución. Hacía falta mucho más. Seguramente, la aplicación del artículo 116, que establece el estado de sitio, y la toma del control inmediato de los centros neurálgicos del poder en el siglo XXI, es decir, los servicios de Inteligencia, que han fracasado estrepitosamente en la detección de las urnas del 1-O y de la fuga de Puigdemont, protagonizando, además, un sinfín de despropósitos; la policía autonómica, cuyos mandos trabajan para la causa independentista; y los medios de comunicación públicos, que le han hecho la campaña al soberanismo.
No ha habido determinación para ello y, aunque el golpismo se trasvista coyunturalmente de pacífico independentismo, en Cataluña se ha perdido la batalla. Queda la honra de saber que el único partido que está defendiendo la igualdad y la libertad de todos los españoles ha ganado unas elecciones que, ahora ya no es opinable, no debían haber sido convocadas sin haber esperado a que los tribunales hubiesen juzgado y condenado a los golpistas y a que la puesta en marcha del control de los medios de comunicación golpistas hubiese podido comenzar a higienizar la vida pública catalana, aplicando terapias de choque contra el virus nacionalista, el virus del mal, del racismo y de la guerra, como bien indicó Manuel Valls. De todo esto se deduce que el problema catalán ya no se puede resolver desde Cataluña.
La gran cuestión es: ¿está la sociedad española fielmente representada en las instituciones?
El rayo de esperanza que el balance de estos meses arroja, es que la nación española, o una parte muy considerable de ella, sí está determinada a realizar el esfuerzo de salvar, primero a Cataluña y después a la nación. La gran cuestión es: ¿se encuentra la sociedad española fielmente representada en las instituciones?
Es más que obvio que los dos partidos hegemónicos del régimen de la Transición han fracasado, uno obteniendo unos resultados pésimos, el otro despareciendo literalmente. Ya no resultan útiles para solucionar los problemas de España. Ni contra el nacionalismo, hoy, ni contra los grandes retos del mañana.
Está claro, también, que Podemos, partido que muchos ingenuos consideraron como alternativa, no es la solución. Primero, porque un proyecto liberticida cuyo horizonte es el chavismo, el castrismo y los ayatolas, jamás puede elevarse a la categoría de solución de ningún problema social. Segundo, porque, en la misma medida que el corderito anticasta y privilegios va desvelando su verdadera faz, disminuye, lógicamente, su apoyo.
A pesar del espectacular resultado de Ciudadanos, lo más importante se ha producido en términos cualitativos y en el ámbito nacional. El partido naranja ha pasado a representar ya la hegemonía, todavía no política pero sí cultural, del cambio, al ser el que mejor refleja el sentir de la gente que salió abrumadoramente a las calles y todavía muestra sus banderas en los balcones de toda España.
El problema de España es el de una clase política en modo alguno representativa de la sociedad civil
Dado que a casi todos asusta la reforma constitucional, tan necesaria si se hiciera bien, y hasta que nos desprendamos de estos prejuicios y complejos, convendría hablar de un gran pacto que tan apenas necesita tocar la Constitución del 78 para convertirse en revolucionario, en tanto que abonaría el descuidado jardín de la nación, consolidaría las maltrechas libertades y aseguraría el bienestar futuro.
Es la oportunidad que tienen, no Rivera, pues a él ya se la ha comenzado a dar directamente la sociedad española, sino el PP y el PSOE, antes de ser superados para siempre. Teniendo en cuenta que el problema de España puede resumirse en una clase política en modo alguno representativa de la sociedad civil (partidocracia) y un Título VIII abierto que ha permitido el chantaje sistemático a los todos los gobiernos por medio de la cesión de competencias vitales para la nación, se hace absolutamente necesario llegar a ese gran pacto nacional, al estilo de los de la Moncloa, para recuperar las competencias de educación, garantizar -da vergüenza hasta escribirlo- el uso del español en España, establecer límites al control de los medios de comunicación públicos, reformar la forma de elección del Poder Judicial y aprobar una ley electoral que elimine la partidocracia por medio de la representación directa. Amén del compromiso de apoyar, gobierne quien gobierne, la aplicación contundente de la ley ante un posible nuevo golpe de Estado.
Si PP y PSOE no se suman a este pacto, que, intuyo, pronto anunciará Ciudadanos, no sólo habrán dejado de ser hegemónicos sino que dejarán de ser partidos. No hay más que recordar lo que le ocurrió a la democracia cristiana y a la socialdemocracia en Italia hace dos décadas. Si, en cambio, ayudan a Cs a liderar estas reformas, España puede volver a recuperar la senda de la Transición, que, con todos los defectos que hoy estamos padeciendo, nos ha llevado a décadas de prosperidad.
Si no le hacemos frente, el viento comenzado en Cataluña terminará empujándonos al abismo
El riesgo de no hacerlo no es que alguna otra fuerza nueva les releve en su puesto y desaparezcan. Lo merecen. El verdadero problema, es que no queda mucho tiempo que perder y, por lo tanto, quizá sea demasiado tarde para nuestro país. Dadas las ambiciones nacionalistas mostradas en el resto de España (País Vasco, Navarra, Valencia, Baleares, Galicia, Canarias, etc.) y viendo cómo la política de inmersión lingüística y de educación ha ido penetrando el tejido social catalán, no hace falta ser un fino analista para comprender que el viento de cola comenzado en Cataluña y el País Vasco terminará empujándonos al abismo si no le hacemos frente inmediatamente.
El momento que vivimos es muy delicado. España, parece un tópico decirlo, se encuentra al borde de un precipicio. A un lado está el abismo, pero al otro existe toda una tierra prometida, si se sabe encauzar la dirección y se acometen reformas con determinación.
La enorme cantidad de personas inteligentes y brillantes que alumbran la vida civil en España y sus movimientos de los últimos meses nos permite saber que ya han llegado a esta conclusión, lo cual resultaría muy esperanzador si no fuera porque la esencia de lo que se pretende cambiar la constituye, precisamente, una clase política caracterizada por su mediocridad espantosa y su falta de preparación sobre el mundo que vivimos, la historia donde hunde sus raíces y los acontecimientos por venir. ¿Entenderá esta casta que, incluso para su propia supervivencia, ya no digo la de la nación que ha demostrado que le importa un bledo, es necesario dicho cambio? Lo dudo, por eso me temo que podemos caer hacia el lado oscuro del abismo.
*** Lorenzo Abadía es analista político, doctor en Derecho y autor del ensayo 'Desconfianza. Principios políticos para un cambio de régimen' (Unión Editorial).