Barcelona jamás ha estado tan sucia como ahora y el culpable es el nacionalismo (1). Hordas de separatistas adolescentes con spray han pintado cientos, miles de lazos amarillos en pasos de cebra, paredes, semáforos, señales de tráfico y cualquier superficie plana susceptible de ser pintarrajeada (2). Son los Banksy mancos del nacionalismo: no hay un solo lazo que no parezca pintado con el pie izquierdo.

El insulto no es sólo cívico sino sobre todo estético (3). Resignados a la conversión de la ciudad en un lienzo garabateado de mala manera, sería de agradecer al menos un mínimo de destreza técnica con el spray (4). O, en su defecto, que esos lazos, cuando son de tela o de plástico, no cuelguen de las ventanas de edificios oficiales o de las sedes de organismos o entidades que representan a una pluralidad de ciudadanos (5).

Que la ultraderecha nacionalista pretenda apropiarse de parte del territorio nacional sin tener los votos suficientes para ello ya es lo suficientemente aberrante como para que también pretenda apropiarse de la mitad de los ciudadanos que viven en la región (6). 

Los lazos amarillos se suman a las pintadas que piden la expulsión (7) o el asesinato de los turistas (8) –el objetivo es provocar el derrumbe de de la principal industria de la ciudad (9)– y a las ya rutinarias campañas de señalamiento de los domicilios particulares de los desafectos al régimen (10) o de las sedes de los partidos políticos (11) y los medios de comunicación críticos con el nacionalismo (12) por parte de los CDR de la CUP.

A este recorrido nada virtual que le permite a los catalanes demócratas experimentar las mismas sensaciones que se vivían en el País Vasco de los años ochenta y noventa (13) se suman las ya habituales campañas de acoso y señalamiento en las redes sociales (14). Y es que una de las ventajas de la aplicación del 155 parece haber sido la de descargar de trabajo a quienes viven del presupuesto público en Cataluña (15) para que dispongan de tiempo libre con el que perseguir a los desafectos al régimen nacionalista que gobierna la autonomía desde la Transición (16).

Las estelades han sido sustituidas en muchos balcones de Barcelona por banderolas en las que se pide la liberación de los que el nacionalismo llama “presos políticos” (17), en realidad los líderes de un golpe de Estado que pretendía derribar la democracia y el Estado de derecho en la región (18). En esas banderas aparece el eslogan Llibertat presos polítics tachada con una franja roja que pretende simbolizar la represión del Estado, una represión que sólo existe en su cabeza (19) pero que ellos ejercen a diario contra quienes no comparten sus objetivos (20).

A veces también pueden verse estelades hermanadas con la ikurriña, que en el contexto separatista no es la bandera autonómica vasca sino la de esa izquierda abertzale que considera a los etarras luchadores por la libertad (21). Y de ahí la vehemencia con la que se venera entre el separatismo a un personaje tan sórdido como Otegui, al que se considera por estos lares el verdadero responsable de la "paz" en el País Vasco (22).

Los separatistas catalanes, en definitiva, consideran que ambas banderas, estelada e ikurriña, representan "una misma lucha" (23). Los más de novecientos asesinados por ETA y Terra Lliure les dan la razón en este punto en concreto (24). 

 

Resulta, por cierto, chocante ver en las manos de quienes han hecho bandera del veto del castellano en los colegios (25) y en las administraciones públicas (26) esa franja roja.

Convertida Cataluña en una inmensa herriko taberna al aire libre (27), no ha resultado tampoco extraño ver cómo el separatismo construía una favela propagandista, con sus palés y sus tiendas de campaña, en el centro de Barcelona (28). Por supuesto, con la complicidad del Ayuntamiento de la alcaldesa Ada Colau y su ideólogo de guardia Gerardo Pisarello (29). Alcaldesa e ideólogo que se han pretendido equidistantes –“ni DUI ni 155” decían– (30) pero a los que sólo se ha visto en las manifestaciones organizadas por el separatismo de la DUI (31) y jamás en las manifestaciones en defensa de la democracia y el Estado de derecho organizadas por las asociaciones civiles constitucionalistas (32).

O dicho de otra manera. El ayuntamiento de Barcelona ha actuado en la práctica de forma sistemática en contra de los intereses y los derechos de la mayoría de los barceloneses (33).

Jamás había ocurrido antes en Barcelona, pero ya no resulta raro ver bares de cuyas paredes cuelgan banderas separatistas y en los que los camareros lucen el lazo amarillo en la solapa (34). A la violencia que supone el hecho de tener que tratar a diario con ciudadanos que lucen impunemente en espacios públicos y de libre acceso símbolos de odio y de exclusión como los lazos amarillos (35) o que piden la liberación de individuos acusados de graves delitos contra la convivencia y el Estado de derecho (36) se suma el silencio vergonzante de aquellos que no comparten esas ideas pero que callan por corrección política o por miedo a ser señalados en público (37).

Una anécdota entre las muchas que lo demuestran. Este jueves se presentaron varios libros en Barcelona. En una de esas presentaciones, escritor y entrevistador se esforzaron hasta el punto del esperpento por hablar en un catalán macarrónico cuando era obvio que no dominaban el idioma (38). Aun así, ninguno de los presentes les pidió que se relajaran –a fin de cuentas la presentación transcurrió prácticamente en familia– y hablaran en su idioma libremente (39). Idioma que, por otra parte, es el común de todos los que estaban allí en ese preciso instante. Ese idioma era por supuesto el español.

Porque esa obviedad, la de que el español es la lengua común de todos los catalanes, es una constatación que parece de mal gusto en Cataluña (40) y que suele ser recibida con muecas de disgusto entre la parroquia indepedentista (41). 

Que un libro que ha sido escrito en castellano deba ser presentado con un diálogo atropellado en catalán, con errores a cada frase, no demuestra más que la voluntad de integrarse en una masa separatista (42) que ni es tal masa –el separatismo sólo tiene el voto del 47% de los catalanes– ni, aunque lo fuera, tendría derecho alguno a laminar la lengua propia de Cataluña (43). Que, según datos de la propia Generalidad, es el castellano: la lengua de uso preferente y de identificación primaria de una inmensa mayoría de los catalanes (44).

Ese acoso al discrepante, ese silencio por defecto que ha acabado cediendo todo el oxígeno disponible a la ultraderecha catalanista de ERC, JxCAT, la CUP y sus apoyos de Podemos, se manifiesta también en los grupos de WhatsApp (45), en esos cursillos del sector educativo donde se obliga a los participantes a guardar minutos de silencio por los presos políticos o las inexistentes "mil víctimas" del 1-O (46), en las empresas (47), en los comercios (48) y hasta en los gimnasios (49).

Es la ulsterización de Cataluña y su división en dos comunidades enfrentadas. Una de las cuales se niega a aceptar, por activa y por pasiva, las bases democráticas (el respeto a la ley, la Constitución y el Estado de derecho) sobre las que debería construirse cualquier puente capaz de resistir el embate de los más fanáticos de entre los suyos (50).