España va mal, fatal. En menos de 24 horas hemos pasado de pensar que la legislatura podría seguir cojeando hasta 2020 tras consumarse el cínico pacto entre PP y PNV (correspondencia del que tienen en el Parlamento Vasco) a darnos cuenta de que tras la grave condena por corrupción al partido del Gobierno, quien fue y es aún presidente de esta organización delincuente (nunca los había calificado antes con este adjetivo, y lo hago hoy con propiedad) debe marcharse cuanto antes de la Moncloa.
Algunos defienden que la responsabilidad política de Rajoy con la Gürtel ya está descontada porque quedó clara en su día su complicidad con Bárcenas, por la que pagó un tercio de sus escaños en 2015 y 2016, logrando de todas formas volver a ser investido. Y que en cualquier caso no es momento de desestabilizar el Gobierno de España en plena insurrección catalana.
Creo que ninguno de los argumentos es acertado. Cierto es que dimitir es asumir políticamente una responsabilidad, frente a un cese por inhabilitación que pudiera derivarse de una condena. Pero sería tener una conciencia muy laxa del prestigio de nuestras instituciones el intentar refugiarse en que nuestro Código Penal o nuestra Ley de Partidos no hayan previsto aún todas las consecuencias de una condena hasta ahora inédita a una formación política, de manera que permanecieran indemnes las personas que lo dirigieron durante los largos años en que se cometían graves delitos. Más aún cuando el propio tribunal, pese a no poder incluir al testigo Rajoy en el fallo de su sentencia, sí deja claro en su argumentación que “se pone en cuestión la credibilidad de estos testigos, cuyo testimonio no aparece como suficiente verosímil” (o sea, que intentó enmascarar, si no mentir, sobre lo que el tribunal acaba considerando probado).
Respecto a la necesidad de no debilitar a los poderes centrales frente al lento golpe de Estado en Catañuña, se pueden oponer varias razones. La primera tiene que ver con el 155. Como en la cobarde partida de póker que jugaron en octubre PP, PSOE y Ciudadanos ninguno se atrevió a plantear que su objetivo de vuelta a la normalidad podía requerir una duración indefinida, se estableció que automáticamente decaería en cuanto se formara un Govern. Así que el 155 en vigor decaerá en muy poco tiempo, cuando a Torra le venga bien presentará un Ejecutivo sin presos ni fugados -con tanta cara como el PNV ha aprobado los Presupuestos-, dirá que los otros son consellers simbólicos tan legítimos como su president berlinés, retomará el control de los recursos financieros y humanos de la Generalitat, y volverá a la carga con más fuerza. Los partidos constitucionales tendrían que volver a pactar un nuevo 155, pero ahora con el cadáver de la Gürtel en medio de las negociaciones, y lastrados con su desastroso precedente de que un 155 solo se pone en marcha después de consumarse un 1-O y una proclamación de independencia, y dejando a su aire la TV3.
Peor sería instalarnos hasta 2020 en una permanente fragilidad de un gobierno desautorizado
Otro argumento en respaldo de que cambiar de presidente del Gobierno no supone debilitarse frente a las huestes de Puigdemont es que en ningún momento existiría vacío de poder. Ciertamente los independentistas buscarán los siguientes momentos de debilidad para subir la apuesta, pero peor sería instalarnos hasta 2020 en la permanente fragilidad de un gobierno desautorizado hasta en los tribunales, que afrontar este periodo con un Ejecutivo renovado o incluso pasar por un periodo electoral que duraría unos meses y durante el cual el Gobierno en funciones y las diputaciones permanentes de las Cámaras mantendrían la misma capacidad constitucional para adoptar las medidas necesarias.
También debemos mirar fuera de nuestras fronteras. Ya hemos sufrido la incapacidad de Rajoy (o peor aún si pretendía que cuanto peor fuera España, mejor seguiría siendo él un valor refugio para muchos votantes) para frenar la internacionalización del procés: por un lado, no anticipando frenar el golpe en sus primeros pasos pese a la publicidad de sus anuncios, luego no dificultando la fuga de quienes quisieron y, por último, permitiendo a los independentistas pregonar en el extranjero su versión sin que el Gobierno despliegue apenas esfuerzos en contradecirles. ¿Cuál será a partir de ahora nuestra credibilidad si permanece como presidente del Gobierno quien ha sido el todopoderoso mandatario de un partido condenado por delinquir durante más de una década?
Y no hay que olvidar los infames Presupuestos, pese a la torpeza de los demás partidos a la hora de explicar a los pensionistas y a todos los españoles que lo que parece un regalo de justicia no es sino un irresponsable capricho que fragiliza severamente la sostenibilidad de las pensiones, que a corto plazo acabarán siendo aún más bajas e inciertas. En realidad, solo interesa a los vascos y a los navarros, que al tener su ventajoso cupo asegurado independientemente de la caja común del resto de España, sencillamente ganan dos años más a costa del resto para en adelante seguir aspirando a gestionar ellos mismos la Seguridad Social.
Rajoy nunca va a dimitir, ya lo ha dejado claro. ¿Cómo acabar con esto? Salvo que Sánchez pretendiera aceptar el voto desinteresado de los independentistas, una moción de censura resulta imposible si se espera que PSOE, Podemos y Ciudadanos pacten un proyecto común ni un candidato vinculado a uno u otro partido. La prueba de su incompatibilidad es que, por no concertarse, han permitido al PP y al PNV hacer todo lo que quisieran: el airado rechazo de Ciudadanos a un cupo que apoyaron PSOE y Podemos acabó siendo imprescindible para unos Presupuestos apoyados por Ciudadanos que vehementemente PSOE y Podemos votaron en contra.
El perfil de ese presidente de transición tendría que ser ajeno a los tres partidos que instaran la moción
La única solución para salir de esta parálisis pestilente es que estos tres partidos presenten una moción de censura con un candidato que encabece un gobierno técnico. No se trata de poner una marioneta como el italiano Conte que acepte estar a merced de los aparatos de cada partido, pero sí a alguien que se comprometa en su investidura o bien a convocar elecciones inmediatamente o bien a someterse cada seis meses a una moción de confianza, si acaso el propio candidato y los tres partidos consideran de entrada que es preferible una cierta estabilidad antes de acudir a las urnas. El inmediatamente debería significar, en cualquier caso, que las elecciones fueran a la vuelta de un periodo tan poco propicio a la participación como el verano, dejando así tiempo a los partidos para sus procesos de designación de candidato (incluso el PP, que tendría la ocasión de renovarse o incluso refundarse).
El perfil de ese presidente del Gobierno de transición tendría que ser ajeno a los tres partidos que instaran la moción. Para demostrar que no se trata de dar la vuelta al aún vigente resultado de las urnas, podría incluso ser alguien más bien de la órbita del PP, con suficiente experiencia de lo público pero desvinculado de los gobiernos de Rajoy. Alguien por dar un ejemplo como el ex ministro Josep Piqué, aunque probablemente debiera ser alguien menos conocido y que no hubiera estado afiliado al Partido Popular.
Además, como el Senado seguirá estando bajo la mayoría absoluta de los populares, sería más fácil que asumieran sus responsabilidades para activar de nuevo el 155 si tuviesen que pactar con un gobierno técnico que con una alianza de todos los partidos contra ellos.
En cualquier caso, sea de esta manera o de otra, si PSOE, Podemos y Ciudadanos de verdad creyeran que es el momento de librarnos de Rajoy, lo que resultaría inútil es que cada uno hiciera anuncios por su cuenta sin antes hablar con los otros. Deben vencer la desconfianza de la rivalidad ideológica y los altibajos demoscópicos para asumir la responsabilidad que les dan sus escaños en el Parlamento. Ningún voto está aún predeterminado para los próximos comicios y la manera en que cada uno contribuya o no a superar la actual crisis será decisiva para que los españoles decidan a quién votar.
Delendum est Rajoy: urge pasar página.
*** Víctor Gómez Frías es miembro del Consejo de Administración de EL ESPAÑOL y militante del PSOE.