Una muestra de que el problema no es el bipartidismo es que una moción de censura constructiva sin programa ha conseguido derribar a un Gobierno para poner a un candidato del cual se desconoce todo y que ni siquiera es diputado o senador. En realidad, el origen de los males que tenemos es un Estado de Partidos fundado en un parlamentarismo mal concebido, con una ley electoral que no asegura la gobernabilidad, en un inacabado Estado de las Autonomías que alienta a la disgregación.
La nueva política, especialmente Ciudadanos, venía para corregir esos planteamientos en pos de un “España de hombres libres e iguales”. Sin embargo, Cs y Podemos se han convertido en unas organizaciones más del Estado de Partidos, donde aprovechan la mala concepción del parlamentarismo en aras de su rédito en las urnas. A esto añadimos que ambos solicitan una reforma de la ley electoral que, lejos de corregir la dispersión del voto para mejorar la gobernabilidad, beneficiará más a los partidos pequeños, los nacionalistas y antisistema, que seguirán condicionando (o chantajeando) a los grandes. Es de sobra conocido que Tocqueville ya habló sobre esa distorsión que hace pasar por democracia lo que es tiranía.
En una democracia que merezca tal nombre, quien protagoniza una acción parlamentaria de la envergadura de una moción de censura, en la que siempre se juega la credibilidad del sistema y la confianza económica, lleva bajo el brazo un detallado programa de gobierno pactado previamente por sus socios y conocido por la sociedad. Lo que es un fraude a los principios de la democracia es derribar un Gobierno legítimo y legal, pero muy torpe, como el de Rajoy, con una hoja en blanco. Esa violación es un pecado original del que no se librará Pedro Sánchez, y abre una forma de hacer política que rompe definitivamente lo que quedaba del Zeitgeist y el ethos, del espíritu, la conducta y las costumbres de la Transición.
El multipartidismo funciona si los partidos que condicionan la gobernabilidad no buscan subvertir el orden social
A esto ha contribuido la nueva política, aquella que se presentó para hacer una democracia mejor sin romper los tiempos ni la memoria de la Constitución de 1978, al señalar, quizá sin mala intención, que el cáncer eran los viejos partidos que se turnaban en el poder. Sin embargo, el problema, como indiqué, no es el bipartidismo. Los sistemas de dos partidos que se alternan en el poder a través de elecciones periódicas, libres y competitivas es el alma de los regímenes liberales más antiguos de Occidente.
Lowell ya indicó hace más de un siglo que el beneficio de contar con un gobierno previsible es más probable cuando es monocolor y está apoyado en una mayoría parlamentaria sólida. Esto, apuntaba, lo proporciona un bipartidismo asentado en un sistema electoral coherente con dicho principio. Lo contrario, un multipartidismo con Parlamento muy dividido, como hoy el español, da gobiernos imprevisibles, débiles, formados como un mal puzzle, y al socaire del capricho de la pieza menor.
La defensa del multipartidismo y la fragmentación parlamentaria como expresión de “normalidad democrática” al “estilo centroeuropeo y nórdico”, como vio Giovanni Sartori, solo funciona cuando los pequeños partidos que condicionan la gobernabilidad no pretenden subvertir el orden social, constitucional o territorial. Esto es justamente lo que está pasando en España; es decir, la cuestión ya no es la estabilidad del gobierno, sino la estabilidad del régimen.
Los adversarios del orden han encontrado su unidad de interés y acción en las debilidades del sistema
Esto, por mucho que se empeñen politólogos big data, no nos acerca a Noruega, Dinamarca o Suecia, donde ese pulso a la democracia constitucional no existe. Desgraciadamente, la labor de zapa de los antisistema y la incapacidad de consenso de los partidos de gobierno nos va equiparando a los parlamentarismos fallidos de la Europa de entreguerras.
Una muestra de esta situación es que ante un golpe de Estado institucional en Cataluña y la creciente crispación social en sus calles, los tres partidos de gobierno -PP, PSOE y Cs- deberían haber formado una gran coalición para demostrar la fortaleza del régimen, su cantado patriotismo y un mínimo sentido de Estado. En su lugar, unos han actuado con complejos y torpeza, y otros con un cálculo electoral partidista. El resultado es que los beneficiados han sido los golpistas y sus admiradores.
El problema, en conclusión, no es el bipartidismo, sino que en la dialéctica amigo-enemigo, el “nosotros”, quienes defendemos la democracia constitucional, está fragmentado y vive del enfrentamiento, y el “ellos”, los adversarios del orden, han encontrado su unidad de interés y acción en las debilidades del sistema. La culpa de esto no la tiene Rajoy, sería demasiado simple, sino el envejecimiento de un régimen con enormes fallos -parlamentario, electoral y territorial, amén de unos poderes divididos pero no separados- y la esterilidad de la nueva política.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid y coautor del libro 'Contra la socialdemocracia. Una defensa de la libertad' (Deusto, 2017).