La lección que ha dejado el marianismo entre 2008 y 2018 es que no se puede cimentar un partido de gobierno solo en la gestión de la economía. La renovación del PP debe decidir si continuar con la tecnocracia o volver al liberalismo-conservador.
El motivo es que la sociedad occidental, también la española, ha derivado en los últimos tiempos hacia democracias sentimentales, del espectáculo y la imagen, donde la clave del éxito son las emociones y los sentimientos generados por los principios políticos. De ahí el auge de los populismos, tanto nacionalistas como socialistas, y el declive de la etiqueta socialdemócrata, cuyo espíritu han absorbido todos.
La sentimentalización de la política y el marketing con fundamento ideológico son hoy ineludibles, y esto tiene que asumirlo el centro-derecha. Por eso, la posición en la que se encuentra el PP es muy delicada. Habrá una competencia feroz en las primarias, donde será crucial el haber conectado con la militancia en los últimos años. Y no son unas bases cualquiera: nunca unos afiliados han soportado un acoso social e informativo tan fuerte, ni siquiera el PSOE de los ERE o el del golpe de Estado interno de octubre de 2016 con el que se echó a Sánchez.
Es lógico pensar que esos militantes quieran un proyecto nuevo, fuerte, con renovación táctica y retórica; un auténtico rearme que pase por presentar a la sociedad española una identidad ideológica, no de gestión de empresas. Es una cuestión de responder al ánimo ciertamente inquebrantable de los que después de la tormenta, y aún lloviendo, siguen siendo afiliados del PP.
La derecha creyó en la superioridad moral de sus adversarios y les dejó definir las cuestiones cruciales
El perfil que quieren es el de un Político, no un gestor, porque esa es la personalidad que puede llevar a la victoria en las urnas. Ya decía Max Weber que la esencia de la política es aspirar al poder para la consecución de ideas, por lo que un político debe representar principios políticos e intereses. A partir de ahí, lo relevante es saber qué ideas son capaces de insuflar ánimo e identidad al centro-derecha capaces de enfrentarse a los riesgos que corre actualmente esta comunidad política llamada España.
La derecha occidental ha optado en los últimos decenios por tres vías: la tecnócrata, la liberal-conservadora y la democristiana. Esta última empezó a naufragar en la década de 1960 y aquí ni despegó. Una de las preguntas que se hacían fuera de España a finales de los setenta y comienzos de los ochenta era que cómo era posible que en un país católico no triunfara un partido cristiano. Sencillo: disolvieron sus ideas en beneficio del estatismo conservador y del socialdemócrata. Atrincherados en su libertad de conciencia y en el aumento del gasto social, no tuvieron relevancia, como hoy. En consecuencia, la batalla está entre la tecnocracia y el liberalismo-conservador.
La tecnocracia procede curiosamente del socialista Saint-Simon, quien ideó un gobierno de técnicos que, prescindiendo de ideología y de la forma de Estado, se dedicaran a gestionar la producción. Era la riqueza como fuente de felicidad y paz social, lo que derivó en el economicismo, en la primacía de “aquello que de verdad importa a la gente”. Pero desde que eso se formuló -principios del XIX- hasta hoy, ha quedado claro que lo que mueve al mundo son las ideas que provocan las emociones y que impulsan a las sociedades.
Dos son las ideas que hoy marcan el espacio del centro-derecha: el orden constitucional y el individuo. En torno a estos dos pilares se construye un proyecto político que alcanza una idea de España, una imagen y papel exterior, una ordenación territorial, y una concepción de la persona, la sociedad, el Estado y la familia. Esto es decisivo porque todas estas cuestiones han sido definidas por la izquierda y los nacionalistas, en ausencia de una derecha que creyó en la superioridad moral de sus adversarios.
Los tecnócratas no entendieron los sentimientos que generaba ser víctima del acoso de los independentistas
La defensa del orden constitucional supone no renunciar a la unidad de España y, por tanto, no abandonar a los que han sufrido el terrorismo separatista y el supremacismo catalán. A esto no ha sabido enfrentarse la tecnocracia, que entendió que todo era negociable, que los deseos de independencia se calman con dinero, y que ETA era una cuestión del pasado.
Los tecnócratas, además, no supieron entender los sentimientos que generaba ser víctima del acoso y desprecio de los independentistas en Cataluña y, por tanto, de cómo muchos ansiaban ser defendidos por el Gobierno o por los partidos españoles. Esto sí lo entendió Ciudadanos. El PP tecnócrata, en cambio, no respondió al patriotismo de balcón porque no lo comprendió, y aún hoy es así: cree que el nacionalismo catalán es una ardid para conseguir más financiación, y que el españolismo les hace parecer antiguos o fachas.
Si el PP ha perdido votos, credibilidad y confianza en el centro-derecha ha sido por abandonar a las víctimas de los nacionalismos y no convertirse, y más estando en el poder, en el máximo defensor de una España como espacio de libertad y pluralidad. Los complejos, la mala política de comunicación, la incomprensión del fenómeno nacionalista y la obsesión por la gestión económica han servido para el suicidio a cámara lenta del PP.
La segunda idea del debate gira en torno al principio de que más individuo es más libertad. Mientras la tecnocracia forma parte de la ingeniería social, de un sentimiento de superioridad intelectual sobre el pueblo, el liberalismo-conservador pretende que la persona recupere su libertad de elección y responsabilidad. Esto hace madurar a una sociedad, dejar atrás el infantilismo del Estado paternal, y genera una cultura política auténticamente democrática capaz de resistir propuestas autoritarias.
El PSOE no tiene reparos en recurrir a su pasado, aun teniendo turbios episodios y siniestros personajes
El liberalismo-conservador se vende mal en este aspecto. Por ejemplo: asume y practica el matrimonio de personas del mismo sexo y las distintas formas de familia sin despreciar las tradicionales, a diferencia de la izquierda, o entiende las distintas religiones sin tener que humillar al cristianismo, que es la costumbre del progresismo. Todo esto no trasciende a la sociedad, que cree que son categorías excluyentes gracias a la estrategia de la confrontación continua y omnipresente que ha puesto en marcha el izquierdismo. La tecnocracia dejó ese campo de batalla a los adversarios, y ahora las normas del juego, los conceptos, el timing y los temas de debate son los que la izquierda ha marcado.
En realidad, lo que hay detrás de este debate de ideas en la renovación del PP es la culminación de la naturaleza histórica del centro-derecha español. Mientras el PSOE no tiene reparos en recurrir a su pasado, aun teniendo turbios episodios y siniestros personajes, y reclamar sin rubor la etiqueta socialista, el PP no atiende a la historia.
El liberalismo-conservador tiene raigambre en nuestro país desde Cánovas, con un pensamiento bien construido -lean, por favor, el estudio de Luis Díez del Corral titulado El liberalismo doctrinario-. No necesita llamarse “centro reformista” ni usar disfraces progres o azañistas, sino asumir sin complejos una identidad. La renovación práctica pasa obligatoriamente por ahí.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid y coautor del libro 'Contra la socialdemocracia. Una defensa de la libertad' (Deusto, 2017).