“La gente inteligente habla de las ideas, la gente común habla de las cosas y la gente mediocre habla de la gente”. Cuando Jules Romains (Auvernia, 1885 - París, 1972) pronunció tan premonitoria frase no se podía referir al estado actual de la deliberación pública en España, sin embargo, resulta de plena aplicación a dos acontecimientos recientes: el proceso de primarias del PP y la elección del Consejo de Administración de RTVE, ambos caracterizados por un abrumador baile de nombres propios y, salvo encomiables excepciones, por la ausencia de planteamientos rigurosos sobre las cuestiones de fondo: ideas, objetivos y proyectos.
En este ambiente no es extraño que haya pasado prácticamente inadvertida la propuesta de uno de los precandidatos de la campaña en el PP sobre la eventual restauración del servicio militar obligatorio. Suscitar una cuestión formalmente cerrada puede parecer extemporáneo o inoportuno, pero esa es precisamente la esencia de la política responsable: recordarle a la ciudadanía los temas transcendentes, aunque resulte incómodo expresarlo y fastidioso escucharlo.
En el año 2000 se acordó la supresión en España del servicio militar obligatorio que había estado vigente durante más de 160 años, con alguna breve interrupción. La medida contó con gran apoyo político y social; aunque el partido socialista se inclinaba por un modelo mixto -en parte profesional y en parte forzoso- el empuje popular favorable a su desaparición venció cualquier resistencia.
Esta decisión, que se justificaba con argumentos convincentes, entre otros la evolución tecnológica que exigía una milicia altamente profesionalizada, fue recibido por la sociedad con generalizado alivio debido al amplio rechazo que suscitaba la denominada "mili", percibida como inútil y perturbadora para la formación de los jóvenes. Contribuía a reforzar esta convicción el hecho de que otras naciones europeas ya hubieran emprendido ese camino: primero, Holanda; después, Bélgica y en esos momentos, Francia. Hoy los países que aún mantienen el servicio militar obligatorio son una excepción.
La generalización del servicio militar obligatorio fue una medida de Azaña considerada progresista
Hasta entonces los dos grandes deberes ciudadanos eran la prestación militar y la contribución fiscal, aunque el servicio militar estuvo sometido a diversas regulaciones a lo largo de los años, entre otras, la posibilidad de eludirlo mediante el pago de una cantidad conocida como "rescate". Conviene recordar que la generalización del servicio militar obligatorio fue una medida de la reforma militar de Azaña en 1931 considerada progresista en el momento de su adopción.
Durante prácticamente dos siglos, hasta la transición democrática, España ha vivido en un régimen de aislamiento internacional que ha calado muy hondo en la mentalidad de los españoles y ha provocado una actitud proclive a un neutralismo poco reflexivo que se acentuó durante el siglo pasado por la ausencia en las dos Guerras Mundiales.
Desde la Guerra de la Independencia, sólo hemos padecido guerras de resultado funesto: guerras civiles y confrontaciones fallidas en los territorios de ultramar o del norte de África, con la consecuencia de haber consumido las energías sociales en conflictos internos en lugar de enfrentarnos a un enemigo exterior. Esta tradición ha tenido dos efectos perdurables en nuestra conciencia colectiva.
Por una parte, un débil sentido de identidad nacional provocado por guerras que han contribuido a dividirnos, a diferencia de lo sucedido con nuestros vecinos europeos a los que tanto la victoria como la derrota frente a un enemigo exterior han servido como factor de integración. Esta situación es particularmente acusada en los territorios con fuerte implantación de movimientos nacionalistas o independentistas que experimentan un rechazo visceral hacia todo lo relacionado con la defensa nacional española, concebida como un factor de cohesión del Estado al que se consideran enfrentados. Por otra, el aislamiento de los conflictos internacionales ha diluido la sensación de amenaza exterior, esencial para fundamentar una política de seguridad y defensa.
Aspiramos a la seguridad como un valor irrenunciable, pero no somos consecuentes con la defensa nacional
Los antecedentes descritos explican que la actitud de los españoles en este ámbito pueda calificarse como inmadura. Esperamos de un Estado providente que nos procure "bienestar", y que no nos importune con el "malestar" de una potencial amenaza exterior. Aplaudimos con entusiasmo la intervención del ejército en acciones humanitarias, pero tenemos grandes reservas, cuando no frontal rechazo, a su participación en operaciones armadas, olvidando que su función esencial es, justamente, hacer frente a una agresión. Aspiramos a la seguridad como un valor irrenunciable, pero no somos consecuentes con el compromiso de aportar los recursos imprescindibles para la defensa nacional, confiados irresponsablemente en la insensata esperanza de que si surgiera el conflicto otros se encargarían de resolverlo.
En este punto la actitud proclamada de modo reiterado y en forma abrupta por el actual presidente de Estados Unidos nos sitúa frente a la cruda realidad. No podemos desentendernos de un asunto crucial para nuestra supervivencia y que prácticamente ha quedado fuera del debate público, como si se tratara de una cuestión reservada a especialistas, cuando hoy sabemos que la opinión de la sociedad desempeña un papel determinante en la evolución de los conflictos armados y, en ocasiones, en su génesis.
Rescato unas palabras pronunciadas hace más de una década por Miguel Roca Junyent en una ponencia, lo que explica el tono coloquial: “¿Cómo cayó el Imperio Romano?; el Imperio Romano cayó cuando los romanos vivían tan bien que ya no querían ni defenderse y para eso tenían a los bárbaros a los que encargaron la policía de fronteras…, y un día los bárbaros dijeron: ¡Hombre puestos a defenderlos, nos los quedamos…! ¡Hoy por hoy, nuestros 'bárbaros' son los americanos!”. En aquellos momentos no se podía explicar la situación de modo más didáctico. Ahora deberíamos añadir: y los “bárbaros” se han cansado y han dicho ¡basta!
Numerosos y transcendentes han sido los cambios operados durante el período democrático en el que España ha homologado sus condiciones de vida con las principales naciones, ha alcanzado el estatus de país importante en la escena internacional y ha superado algunos de los traumas que hemos padecido en un pasado reciente. Ningún sector de nuestra sociedad se ha situado al margen de este proceso, pero creo que una de las instituciones que mejor se ha adaptado a la nueva situación ha sido precisamente la militar, que ha conservado sus virtudes tradicionales: honorabilidad, capacidad de organización, sentido de la disciplina, austeridad... y ha sabido completarlas con las exigencias del presente: tecnificación, internacionalización y respeto democrático al poder civil.
El asunto de la defensa parece haber quedado fuera tanto de la agenda política como de la deliberación pública
Es imprescindible prestar mayor atención a las necesidades de la defensa nacional y tomar nota del comportamiento ejemplar de los miembros de las fuerzas armadas. Al observar algunas actitudes de nuestra juventud no alcanzo a ver qué daño podría hacerle un período de servicio en esta institución modélica, lógicamente adaptado, en contenido, orientación y duración a los nuevos tiempos.
Un servicio militar adecuadamente concebido contribuiría a mejorar el conocimiento de nuestra historia común, reforzar el sentido de pertenencia a la comunidad española y europea, despertar la conciencia sobre los riesgos y responsabilidades que a todos conciernen en materia de defensa nacional y en el orden práctico permitiría compartir unos valores que son cívicos antes que militares.
No cabe desconocer que el servicio militar es sólo un aspecto en una cuestión tan decisiva y compleja. Estas líneas únicamente pretenden llamar la atención sobre la gravedad de la seguridad y la defensa nacional cuyo análisis parece haber quedado fuera tanto de la agenda política como de la deliberación pública.
La ignorancia de los problemas y la negativa a afrontar los riesgos no los hacen desaparecer. Al contrario, los activan. Antes de tener que lamentar las consecuencias por haber hecho caso omiso de las señales que nos advierten de un peligro real, aunque no parezca inminente, puede ser oportuno recordar el justificado reproche de Churchill a una clase política confiada y pusilánime cuya actitud contemporizadora pudo malograr el destino europeo: “Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra. Elegisteis el deshonor y ahora tendréis la guerra”.
*** Ángel Bizcarrondo es inspector de finanzas del Estado. Ha sido director general del Ministerio de Hacienda y director del Centro de Estudios Garrigues.