A nadie le va a importar lo que pueda escribir sobre el puñado de cadáveres que ha dejado el derrumbamiento de un puente en Génova. Ponerse intenso escribiendo sobre una tragedia es deprimente. He borrado lo que tenía escrito: tratar de ver más allá que el resto observando los coches estrujados es propio de videntes, una parafilia a medio camino entre las médiums y el pobre literato de provincias aburrido en la capital.
Al rastro de la negligencia acuden los periódicos a informar, conscientes de que debajo de esa curiosidad está el magma del morbo, que es lo que sostiene realmente a las cabeceras. A veces hay un poco de periódico debajo de los sucesos. Estos cuatro párrafos también monetizan los muertos. A los diarios les vienen bien las esquelas, destacan los links en los que cuelgan algunos desperdicios. Funcionar en Analytics es el nuevo paraíso: allí estarán sólo los que sepan morir bien.
Con las pantallas es todo más frivolo, le damos al zoom, pasamos las fotogalerías arrastrando el dedo, ensañándonos con nosotros mismos: en algún momento podemos formar parte del negocio. Los puentes incuban la tragedia como los aviones o los trenes. Pienso en ello cada vez que los utilizo. Miro hacia abajo paseando por el de Juan Bravo en Madrid y me veo como la próxima notificación que sostenga mi propia nómina.
En ese hueco que ha quedado vacío en la ciudad italiana caben unas cuantas metáforas. Fundamentalmente están nuestros defectos, las virtudes, aquello que nos falta y muchos vicios.