No sé si existe alguna forma de combatir el independentismo sin caer en sus provocaciones. La ocupación de las ciudades a través de la propaganda es el último paso de una coreografía desarrollada durante décadas. El lazo amarillo apela directamente a los buenos sentimientos nacionalistas. La ficción cursi mal rodada de sobremesa, sólo que pegada al mobiliario urbano, a las instituciones, al lenguaje.
Debe de ser dificilísimo convivir con la locura durante tanto tiempo. Hablo de los que hasta ahora no llevaban ninguna etiqueta colgada. Tener ese zumbido golpeando al realismo. La vida cotidiana ha sufrido la anexión de una historia disparatada, conquistado el espacio común a empujones: la realidad se puede deformar si se hace tanta fuerza.
Disimular no ha servido, desde luego. Los nacionalistas han exprimido el civismo de los demás como vertedero. A las calles llegan los restos de la obsesión política. Los ciudadanos son como esas gaviotas manchadas por el Prestige.
La gente, al final, demanda una respuesta. Quedan muy lejos los días en los que no pasaba nada. Hay melancolía de la normalidad, de calles aburridas, limpias de fango —aparato—. No hay nada reprochable en responder cuando se agota la paciencia. Quizá haya llegado tarde. El independentismo, tras ocupar con su ficción los huecos de la imparcialidad, lo esperaba. Al relato sólo le hacía falta la intervención de los otros para completarse. En esa fotografía Rivera y Arrimadas interpretan el papel que le han otorgado. Quitar un lazo amarillo es convertir la ficción en realidad.