El registro y publicación en el BOE de un sindicato de “trabajadoras sexuales” y el comentario de la ministra (“gol por la escuadra”) han devuelto este asunto, recurrente donde los haya, a las portadas de los periódicos. Ciertamente, no parece que las prodigiosas promesas de la “revolución sexual” de los años sesenta se hayan cumplido. No vivimos en sociedades sexualmente equilibradas o donde el sexo esté mejor y suficientemente repartido. Que no se haya acabado todavía con la prostitución es una dolorosa constatación.
El estupor en el que se ha sumido el Gobierno y las reacciones de los partidos se corresponden con un debate que ni siquiera la “tribu” parece haber resuelto. La persistencia de esta práctica, tan contradictoria con las expectativas de igualdad de género, ha llevado a ciertos grupos y activistas a tirar la toalla utópica, aceptar tácitamente que el comercio sexual siempre va a estar ahí, y promover un movimiento por su legalización.
En 2015, Amnistía Internacional defendió públicamente la descriminalización de la prostitución, redefinida como “trabajo sexual”, sobre la base de rechazar “la criminalización de las mujeres”. Una socialista como Montserrat Tura, que fue consejera de Interior y de Justicia en diferentes legislaturas entre el 2003 y el 2010, planteó tratar la prostitución como cualquier otra actividad laboral.
Pero, ¿qué tiene de progresista la prostitución? ¿Seguiría pareciendo bien que ese sindicato ofreciera cursos de capacitación profesional o abriera la puerta a una nueva FP? Es un error abrir caminos ignorando adónde nos podrían llevar porque no se trata sólo de política y fervor ideológico. Hay algo profundamente arraigado en nuestras intuiciones y sentimientos morales mayoritarios que nos disuade de la idea de normalizar el comercio sexual o de considerar la prostitución “un trabajo más”.
Además, el test empírico de estas medidas no arroja resultados demasiado halagüeños. Según la activista contra el trabajo sexual Rachel Moran, la prostitución legalizada simplemente anima a los hombres a comprar más sexo y favorece el tráfico de personas. Michael Casteman resumía los resultados en su blog de Psychology Today: después de que Holanda legalizara el “trabajo sexual”, el Gobierno se vio obligado a clausurar partes del “distrito rojo” para evitar que la ciudad se convirtiera en un destino preferente de turismo sexual. Por el contrario, el llamado “modelo nórdico”, que propone criminalizar a los clientes masculinos, sí parece que consiguió reducir la prostitución callejera en las calles suecas.
La prostitución es más antigua que el “capitalismo”. Más vieja que el “patriarcado”. Por eso es tan difícil de erradicar. Según una visión muy generalizada entre los investigadores actuales, los hombres obtienen ventaja evolutiva a través de la cantidad de encuentros sexuales. Como ellos tienden a maximizar el número de oportunidades, demandan más sexo.
La prostitución prospera en un “mundo dominado por hombres”, pero siempre dentro de un mercado donde el sexo femenino es el más valorado –y explotado–
En las sociedades humanas, el número de miembros de cada sexo está bastante igualado. Por este motivo la cifra de mujeres disponibles es inferior a la que ellos desearían. Según la teoría llamada de “economía sexual”, propuesta por los psicólogos evolucionistas Baumeister y Vohs, el sexo se puede entender como un recurso que se intercambia socialmente. La prostitución femenina sería una consecuencia lógica de una dinámica sexual en la que unos demandan, otros están en situación de ofertar y donde las mujeres tienen la llave.
Paradójicamente la prostitución prospera en un “mundo dominado por hombres”, pero siempre dentro de un mercado donde el sexo femenino es el más valorado –y explotado–. La teoría predice que, en la medida en que la prostitución –o su sucedáneo, la pornografía– satisface la demanda sexual masculina a bajo precio, recibirá más oposición de las mujeres que de los hombres. Como se ve, un mismo hilo vincula las antiguas críticas puritanas, y las modernas feministas.
Asumiendo que la prostitución es bastante “natural”, esto no la convierte en moralmente deseable, ni en socialmente inevitable. Desde una visión darwinista, la prostitución no es erradicable. Pero que sea un innatismo no la convierte en aceptable. También es un innatismo el engaño oportunista.
La experiencia del modelo adoptado en Suecia, Noruega e Islandia muestra que medidas legales contundentes podrían disminuir la explotación y el consumo, aun al precio de restringir “libertades” individuales. Esta aproximación, sin embargo, exige algo más que medidas punitivas, y desde luego más que patologizar el deseo masculino o culpabilizar a la mitad de la humanidad. Una exigencia, por cierto, particularmente acuciante en sociedades donde cada vez más varones son excluidos del mercado sexual y el matrimonio tradicional (nunca ha habido más solteros; según un informe Pew, 1 de cada 4 personas serán solteras a los 50 años). Se necesita mucha información y pies de plomo para tratar con un problema endiablado que se resiste históricamente a las embestidas de los ideólogos y moralistas de todos los partidos.
*** Teresa Giménez Barbat es eurodiputada y está integrada en la delegación Ciudadanos Europeos, dentro del grupo de la Alianza de los Demócratas y Liberales por Europa.