La pregunta que sirve de título a este escrito es retórica. No espera respuesta y se justifica por el mero hecho de ser enunciada. Sólo pretende provocar una reflexión sobre la conveniencia de facilitar la entrada y, en consecuencia, la salida en la política de personas que han acreditado su competencia en otros ámbitos.
En contraste, Pablo Iglesias, en su comparecencia del día 6 de septiembre para dar cuenta de la reunión con el presidente del Gobierno, mencionó expresamente entre las cuestiones tratadas la necesidad de acabar con las puertas giratorias, sin especificar el alcance y significado de esta medida.
La expresión “puertas giratorias” referida a la política se utiliza para aludir al trasvase de altos cargos desde la actividad pública a la privada y sugiere veladamente el presunto aprovechamiento en beneficio propio de las relaciones o de los conocimientos adquiridos en el ejercicio de la función pública.
Por supuesto, existe un riesgo de abuso al cruzar la frontera que separa la vida pública de la privada, de modo que hay que evitar, o en su defecto, sancionar los posibles excesos. En España se ha regulado esta materia por una ley de incompatibilidades: Ley 5/2006, de 10 de abril, que, según la exposición de motivos, trata de prevenir las situaciones de conflicto de interés durante el ejercicio del cargo público y de establecer un control adicional en el desempeño de actividades privadas con posterioridad al cese.
Existe un riesgo de abuso al cruzar la frontera que separa la vida pública de la privada, de modo que hay que evitar, o en su defecto, sancionar los posibles excesos
La experiencia de los años de vigencia de la ley ha puesto al descubierto algunas lagunas y deficiencias en la redacción normativa y, posiblemente, cierta laxitud en su aplicación, pero la necesaria corrección habrá de hacerse con criterios rigurosos y no mediante la propagación de mensajes equívocos encubiertos por la ambigüedad de una metáfora, que no sirve para definir límites, sino para alentar la desconfianza.
Al tiempo que desde algunas instancias políticas se lanzan estos mensajes alarmistas, en la sociedad española arraiga la creencia según la cual, salvo muy estimables excepciones, la mayor parte de quienes actualmente se dedican a la política difícilmente encontrarían un puesto de trabajo de nivel equivalente en el sector privado, lo que podría despertar la sospecha de que la denuncia de las puertas giratorias sea en realidad un señuelo para distraer la atención general y proteger el propio territorio ante la amenaza que representarían potenciales “intrusos”.
Probablemente ambas presunciones, tan fáciles de sustentar como difíciles de probar, tienen algún fundamento por lo que, antes de emitir un juicio de adhesión o rechazo, conviene recordar dos principios básicos de la democracia: en primer lugar, la actividad pública es un derecho y una responsabilidad de todos y, por otra parte, la dedicación política está sometida a plazos limitados, relacionados con el ciclo electoral, por lo que el ejercicio de los cargos públicos es de naturaleza temporal.
Admitidos estos fundamentos, lo consecuente sería que el cargo político se ejerciera de forma transitoria por los elegidos por la voluntad popular durante el periodo correspondiente al mandato recibido. Cuando concluido el plazo establecido cesaran en su desempeño podrían dedicarse a sus actividades privadas. Así sucedió en los albores de la democracia.
Sin embargo, la complejidad de las sociedades actuales no permite un funcionamiento adaptado a un esquema puramente ideal y la democracia representativa, la única realista, requiere la existencia de una “clase política” estable que asegure la provisión regular de los cargos públicos. Esta constatación no refuta los principios enunciados y la consecuente necesidad de indagar si el sistema de concurrencia vigente cumple adecuadamente los requisitos exigibles en lo referente al número y calidad de los políticos.
La actividad pública es un derecho y una responsabilidad de todos y la dedicación política está sometida a plazos limitados
El proceso de selección de los llamados a ejercer responsabilidades políticas constituye una de las graves deficiencias de las democracias actuales. Esta disfunción tiene su origen en la organización interna de los partidos políticos, que constituye una trama de relaciones de dominio y subordinación propias de un sistema que hace depender el futuro de los aspirantes a ocupar un cargo público de la docilidad con que se sometan a la voluntad de los dirigentes.
Este fenómeno está profundamente enraizado en las democracias modernas. Hace un siglo lo anticipaba Max Weber en su libro La vocación política: “Lo que los jefes de partido dan como pago de servicios leales son cargos de todo género (…)” y más adelante se preguntaba: “¿Cuál ha sido el efecto de este sistema? El de que hoy en día, con excepción de algún que otro miembro del gabinete, los miembros del Parlamento son, por lo general, unos borregos votantes perfectamente disciplinados”.
“Yo ahora no trabajo ¡Soy concejal!”, respondió alegremente un afiliado a uno de los partidos nacionales a la pregunta de un periodista sobre su ocupación laboral. Esta manifestación, por su espontaneidad es muy reveladora de alguna de las patologías que afectan al método vigente en España para la provisión de cargos públicos.
Por una parte, el sistema induce la proliferación artificial de puestos políticos retribuidos con el fin de asegurar el entramado de lealtades que han tejido los partidos para garantizar su supervivencia. Diversas publicaciones sobre estimaciones comparativas entre estados europeos, reflejan que España supera ampliamente la media de cargo político por habitante.
Por otra parte, resulta incongruente con la defensa de la profesionalización de la política la ausencia de unos requisitos mínimos para su ejercicio. El acceso a la condición de funcionario, incluso en sus niveles inferiores, está sujeto a los principios constitucionales de capacidad y mérito que deben acreditarse por la superación de un conjunto de pruebas. Sin embargo, los políticos están dispensados de cualquier obligación similar, de modo que podría darse el despropósito de que se exigiera para el puesto de ordenanza municipal un conocimiento sobre los fundamentos del estado de derecho del que está eximido quien preside la corporación.
Se trata de eludir el riesgo de que el espacio público sea monopolizado por una “casta” de elegidos, eso sí, sobradamente titulados
Con todo, no es la insuficiencia de titulación académica el mayor problema de nuestra clase política, sino la ausencia de una competencia probada previamente en algún ámbito profesional, laboral o social: privado o público. Resulta un atrevimiento sorprendente que se postulen para resolver los graves problemas nacionales un conjunto de profesores universitarios de los que se desconoce su contribución a la tan necesaria mejora de la institución de la que proceden.
En definitiva, estamos ante una cuestión central de las democracias modernas, ya suscitada mucho tiempo atrás sin que se haya podido encontrar una solución satisfactoria, porque no admite fórmulas simplistas, ni consignas interesadas. El pragmatismo materialista dominante en el espacio público ignora que la actividad política es eminentemente vocacional y tiene por finalidad ideal la dedicación desinteresada al servicio público. Aunque esta formulación pueda parecer utópica conviene recordar que las cosas no han sucedido siempre como ocurren ahora.
Hubo un tiempo en España, durante la denominada Transición, en el que un grupo de los mejores, procedentes de muy diversos orígenes: el exilio, la cárcel, la banca, el taller, la administración pública, los sindicatos, la universidad. Todos se comprometieron con la tarea de reconciliar a los españoles e instaurar un sistema democrático, en medio de enormes dificultades. Cumplida su misión, tras un periodo más o menos dilatado, muchos se integraron en la actividad privada en la que la mayoría de ellos han triunfado. Sería una mezquindad que, quienes hemos sido beneficiarios de su dedicación, no les agradeciéramos su entrega o atribuyéramos su éxito posterior a razones distintas de la capacidad y el esfuerzo.
El equívoco implícito en la metáfora de las puertas giratorias es un recurso artero para encubrir bajo la apariencia de supresión de barreras el propósito opuesto: obstaculizar el flujo entre la política y el sector privado. La auténtica solución democrática consiste en asegurar las oportunidades de participación de todos los ciudadanos, atraer a los mejor dotados, aunque carezcan de titulación académica, y facilitar el ingreso y la salida de la política. En definitiva, se trata de eludir el riesgo de que el espacio público sea monopolizado por una “casta” de elegidos, eso sí, sobradamente titulados.
*** Ángel Bizcarrondo es inspector de finanzas del Estado. Ha sido director general del Ministerio de Hacienda.