La primera lección del alucinante caso Khashoggi es que la realidad tiene, definitivamente, más imaginación que la ficción. ¿Qué John le Carré, Somerset Maugham o Gérard de Villiers hubiera podido imaginar un escenario tan atroz e improbable? O, ¿en qué novela de espionaje se ha visto al soberano de un país con ambición mundial decapitar, en uno de sus consulados, a un opositor porque le estorbaba?
Y, qué decir de estas preguntas que nos acechan, porque, aunque son reales, parecerían un sinsentido en una película de terror: ¿Le cortaron los dedos antes que la cabeza?, ¿lo habían colgaron incluso antes?, ¿lo estrangularon?, ¿por cuánto tiempo gritó?, ¿lo hicieron, como se ha dicho, entre doce o quince personas?, ¿guardaron una grabación de sus gritos?, ¿se dieron estos placeres como el más cruel de los doce Césares de Suetonio?, ¿lo cortaron en rodajas o fue a tiras, como en El suplicio de los cien pedazos que tanto fascina a Georges Bataille?
Y, ¿esa historia de una sierra para huesos?, ¿de los pozos en la embajada?, ¿de un doble vestido con su ropa? ¿Qué es esta puesta en escena, este encadenamiento de gestos despreciables y lamentables? ¿Quién es el autor de esta parodia de la más absurda película de serie B?
Pues bien, ésta es la nueva realidad, sangrienta y palpitante, contemporánea de todo poder visible. Es esta realidad alcohólica y cocainómana perdida la que se está convirtiendo en el más virtuoso de nuestros guionistas. All the world is a stage. Las novelas ya no compiten con el estado civil, sino que los mataderos humanos rivalizan con las novelas. Malaparte tenía razón. Debord también.
¿Qué es esta puesta en escena despreciable y lamentable? ¿Quién es el autor de esta parodia de la más absurda película de serie B?
La segunda lección del caso es que la colmena mediática global, y toda su circulación de imágenes, información y contrainformación, de hipótesis mal verificadas y de reconstrucciones laboriosas y escabrosas, ha dejado de conmoverse. He leído casi todo lo que se ha escrito en Francia sobre este caso pero, realmente, no he encontrado artículos donde sienta el estremecimiento de la pluma o, más importante todavía, del alma, ante la idea de esa carne asesinada, de ese cuerpo destruido y de esa hoja de sierra que corta la piel y rompe los huesos vivos.
No he visto a muchas personas, a mi alrededor, tentadas a imaginar, siquiera imaginar –pues todo, en similares circunstancias, empieza por la imaginación– ese cuerpo que, un instante antes, vibraba por el deseo de organizar un matrimonio, una vida nueva por construir, papeles por rellenar, formalidades ordinarias, alegres, aburridas y llenas de promesas; pero que ahora suplica morir para que esto se termine.
Charlamos y comentamos. Estamos dispuestos a hacer lo que sea por un un detalle inédito. Medimos, al milímetro, el calvario de este personaje extraño con cara de niño enmarcada por una barba de chivo bien rasurada, que fue un hermano musulmán, tal vez cercano a Bin Laden; y de repente nos preguntamos si él era tan puro como le corresponde a una víctima.
No he visto a muchos tentados a siquiera imaginar a quien vibraba por una vida nueva y luego suplicó morir para que esto terminara
Dibujamos planos en el aire de una sociedad del espectáculo que ya ni siquiera tiene quien la critique y donde el presidente de la mayor potencia mundial no encuentra nada más que reprocharle a su diabólico aliado que haber fallado en “operación disimulo”. Pero, drogados y aturdidos nos hemos vuelto incapaces de la más mínima compasión por este prójimo, este hermano, cuyas torturas, al desmaterializarse, se han convertido en abstracciones. La embriaguez del comentario. El cinismo. La indiferencia helada del bar del mercado global.
La tercera lección -y el único comentario que, por esta vez, me permitiré- es que no se equivocaron los que, en los últimos años, rechazaron tomar por reales y verdaderas las intenciones de MBS. Me acuerdo de las preguntas de los periodistas en la presentación de mi libro El imperio y los cinco reyes: ¿No ha sido demasiado severo?, ¿un carrusel de reformas tardío? ¿Podemos poner en el mismo campo que los ayatolás iraníes o el neosultán Erdogan a este joven príncipe modernista que abre salas de cine y permite que las mujeres conduzcan?
Pues bien, todo está dicho ya. Las pruebas demuestran que no basta con anuncios cosméticos y buenas fotos para borrar el horror de ejecuciones sin precedentes, o para silenciar los gritos de los torturados en el fondo de un Bentley y de las piscinas olímpicas, o excarcelar los espíritus libres.
La evidencia es la de una barbarie inmutable, obstinada, demente y oscura, propia de una dinastía que tuvo como plan de acción, desde el inicio, expandir al resto del planeta esa enfermedad del islam llamada wahabismo.
Tal vez nuestra ceguera ha contribuido a sus desmanes; quizá este crimen de Estado sin precedentes no hubiera sido posible sin que el autor supiera (o creyera…) que seguirá sostenido, pase lo que pase, por un Occidente dispuesto a llegar a toda clase de acuerdos, siempre que continúen los negocios con este país monstruosamente estratégico que sigue siendo Arabia Saudí; tal vez esta violencia desmedida no hubiera podido llevarse a cabo si la rana inflada de petróleo no se hubiera visto encaramada sobre la cabeza del búfalo americano y sus montañas de dólares.
La dirección política y moral del Islam se disputa entre los herederos de los imperios persa, otomano y árabe: no es ofender sino honrar a los musulmanes decir y repetir que ni en Teherán, ni en Ankara ni en Riad son dignos de esta misión. Y que entre los que matan a los kurdos y los asesinos de Khashoggi hoy no hay a quién elegir.