Stan Lee o el Creador
El autor recuerda al autor de cómics estadounidense fallecido este lunes y valora su capacidad para alumbrar unos personajes inmortales.
Frankenstein es una mala novela. El clásico de Mary Shelley tiene un ritmo excesivamente lento, alberga pasajes vacíos y, por mucha posmodernidad y metaliteratura que llevemos a cuestas, no hay por dónde coger su extrañísima estructura. En realidad, es una obra muy de su época, cercano aún el modelo de novela epistolar popularizado por Richardson y también ese romanticismo que llenaba capítulos enteros con jóvenes que sollozan mientras vagan por parajes naturales.
Si hoy en día seguimos hablando de Frankenstein es porque entre los pliegues de esa trama había una creación tan sugerente, un personaje tan atractivo, como para cobrar vida pese a todo lo demás. Shelley creó un personaje que resumía varios traumas de la modernidad y que, debido a ello, ascendía a la categoría de mito, prestándose a ser apropiado y reescrito por otros. La novelista inglesa tuvo, en fin, el mismo don que el doctor que protagoniza su historia: el de la creación. Como Marlowe con el Doctor Fausto o Tirso con Don Juan, Shelley fue capaz de crear un personaje que se levantara de sus páginas y echara a andar por nuestras imaginaciones.
Yo no sabía nada de esto la primera vez que leí un cómic de Stan Lee. Sería a finales de los noventa -aún pagábamos en pesetas- y yo llevaba ya algún tiempo enganchado a los cómics de la Marvel. El primer fin de semana de cada mes iba al Arte 9 más cercano y gastaba íntegramente mi paga en las nuevas aventuras de Spiderman, de los Vengadores, de Daredevil y de los X-Men. Si sobraba algo, me llevaba también alguno de los cómics antiguos que tenían en la tienda. Así terminé adquiriendo un número especial protagonizado por Spiderman y Daredevil, aunque ese no era su principal reclamo: la portada indicaba entusiásticamente que aquel número contaba con un guion de Stan Lee e ilustraciones del también legendario John Romita Sr.
Yo llevaba suficiente tiempo participando de aquel mundillo como para conocer el aura casi divina de Lee. Por eso había comprado el cómic, y por eso fue tan grande la decepción que me causó su lectura. La trama era insulsa, los diálogos eran ramplones, los chistes no tenían gracia. ¿Dónde estaba aquel genio de los cómics que todo el mundo veneraba? La respuesta, claro, la tenía en las estanterías de mi cuarto tardoinfantil. Estaba en aquellos cómics donde otros guionistas y dibujantes continuaban las aventuras de los personajes de Lee, adaptándolos a los gustos de lectores que habíamos nacido mucho después de que su creador se retirase de la primera línea. Shelley, Marlowe y Tirso no me ayudaron a entender a Lee; fue él quien, con el paso de los años, me permitió entenderlos a ellos.
Me parece que este es un buen lugar donde ubicar el genio de Stan Lee. Hoy en día la lectura de los cómics que él escribió en los años 50 y 60 exige cierto ejercicio de comprensión, simpatía y desenfado posmoderno. El humor es bobalicón, las tramas son predecibles e intuyo que la mayoría de personajes femeninos no pasaría un test feminista medianamente riguroso. No hay duda de que personajes como Daredevil o Jean Grey encontraron su mejor versión en manos de otros guionistas, y que los X-Men no habrían tenido el éxito del que han gozado si a mediados de los 70 un tal Chris Claremont no hubiese incluido en sus aventuras a un personaje llamado Lobezno. Incluso Spiderman adquirió su densidad definitiva gracias al guionista Gerry Conway, la noche en que aquello le sucedió a Gwen Stacey.
Durante varias décadas, millones de adolescentes solitarios se han sentido más acompañados gracias a la imaginación de Stan Lee
Pero en el núcleo de todo eso, como fuerza motriz imprescindible, siempre estuvo la mente de Stan Lee. Él era el Big Bang primigenio, el Saturno que, lejos de comerse a sus hijos, les permitió crecer e irse de casa. Fue él quien supo dar a aquellos personajes unas pautas generales tan sugerentes como para convertirse en un combustible ilimitado. Y fue él quien intuyó que millones de personas se podían reconocer en una familia -aunque fuese de astronautas-, en un invidente -aunque hiciese cabriolas por las azoteas de Manhattan-, en un grupo de chavales de internado pijo -aunque sufrieran un rosario de mutaciones genéticas- y en un empollón de clase media -aunque sus poderes provinieran de uno de los bichos más desagradables de la Creación-. Bastaba con dejar claro que eran aquellas dimensiones de su vida, y no lo que hiciesen para salvar el mundo de Ultrón o Galactus, lo que verdaderamente importaba de ellos.
Desde este punto de vista, la carrera creativa de Stan Lee me parece verdaderamente increíble. No es solo que lograse crear un par de personajes lo suficientemente sugerentes como para cobrar vida más allá de sus propios guiones. Es que creó muchos. Además de sus superhéroes más conocidos, dio vida a los personajes secundarios y a las némesis que completan y dan sentido a sus historias. Y supo reconocer la fascinación que ejercen las dinámicas de marginación social, o las grandes mitologías de la Antigüedad, o el pacto fáustico con la tecnología, o las ansiedades de la era atómica (pocos síntomas más puros de ella que la creación del increíble Hulk).
Hay algo admirable -e inalcanzable- en esa exuberancia creativa, en esa laboriosidad honrada y popular. Harold Bloom, al glosar el genio de Shakespeare, se preguntaba cómo podía ser que una sola persona hubiese escrito obras tan distintas como Macbeth y El sueño de una noche de verano, Hamlet y Mucho ruido y pocas nueces. En un contexto de cultura popular, podríamos hacernos preguntas parecidas acerca de Stan Lee.
Y luego está el elemento de historia sentimental que resulta inseparable de un personaje así. Yo no sé si Stan Lee fue una buena persona, si trataba bien a sus subordinados, si era escrupuloso con sus declaraciones de la renta ni si fue fiel a sus parejas. Nunca me he molestado en hacer una búsqueda en Google que lo aclarase. Sí sé que, durante décadas, millones de adolescentes solitarios se han sentido más acompañados gracias a Peter Parker, Matt Murdock, Bruce Banner, Sue Richards, Tony Stark, Jean Grey, Steve Rogers, Ben Grimm y tantos otros hijos de su prolífica imaginación.
Visto con perspectiva, casi parece una obra filantrópica. Como lo es el que nos diera a todos una máxima que resumía la vida adulta: todo gran poder conlleva una gran responsabilidad. Abundantes muestras, en fin, de la extraordinaria carrera de quien nos acaba de dejar. Ese desconocido por el que tantos sentimos esta pena, este agradecimiento, este cariño incombustible: la más duradera de sus creaciones.
*** David Jiménez Torres es profesor de Humanidades en la Universidad Camilo José Cela y escritor. Su última novela es ‘Cambridge en mitad de la noche’ (Entre Ambos).