Desde la irrupción por sorpresa de Jean-Marie Le Pen en el primer asalto de las presidenciales francesas en el 2002, que permitieron al Frente Nacional competir por la presidencia de la República francesa en segunda ronda, la ultraderecha europea no ha hecho más que dar pasos de gigante para sincronizar su proyecto con el de una mayoría social en sentido amplio.
Y lo ha hecho en una sociedad europea, la nuestra, en la que ha detectado -en esta década de crisis- grandes capas desencantadas y llenas de ira ante un mundo que primero los ha ninguneado, luego los ha menospreciado y ahora todo muestra que les ahoga, como en la revuelta francesa de los gillets jaunes.
Lo que se había batallado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, vivir en paz en el marco de una consolidación de las democracias representativas, de sociedades plurales y abiertas en un marco de economía social de mercado, parece ahora una amenaza porque aquel triunfo colectivo es incapaz de gobernar la globalización y sus efectos colaterales en cada uno de nuestros países: de la migración a los problemas identitarios, del efecto de la crisis a la angustia de una sociedad que percibe que no se la tiene en cuenta, que es invisible y que se le hace la vida penosa.
El corolario es evidente. En nuestro continente, como en otros, se busca protección ante lo que se percibe como un mundo peor y que deja siempre más a la intemperie. Y contra ese mundo cambiante y global, el caldo del cultivo del odio está sembrado, lleva años labrándose, y tiene efectos claros en forma de movimientos de derecha extrema que nos llevan a los años más sonámbulos de la vieja Europa.
En realidad, son viejas ideas que han conectado con una década perdida, con una crisis que ha agrandado la descohesión social y la equidad. Y que ha generado perdedores de un mundo global a la velocidad de las redes, que son el barómetro nuevo de una sociedad que parece instalada en el placer inmediato en mucho casos a corto plazo, pero en una profunda infelicidad a medio y largo. Eso es el caldo de cultivo en el que vivimos.
Es engañarse no ver que el contrato social se ha roto, que el ascensor social ha encallado y que la gente busca culpables
Es evidente que la herida social y existencial es profunda. Y algunos movimientos recientes parecen un gran aullido de angustia contra casi todo. Los efectos de un mundo global, veloz y cada vez más robotizado y competitivo generan frustración, desigualdad, precariedad, mucha soledad, ira y odio a la postre.
Y ahora mismo no parece que la receta para curarnos sea más ideología, y por tanto se busca y se bucea en la identidad, en una cierta mística del pasado, para hacer frente a un proceso imparable del que los líderes planetarios y europeos parece que han calibrado poco.
La crisis ha descargado toneladas de precariedad vital y existencial ante un mundo que no podemos aprehender, y los recortes de estos años no han hecho más que provocar más dolor, que hoy ha mutado en lo que estamos percibiendo todos.
La segunda reflexión que hay que hacerse es la constatación de la falta de finezza política y social de las democracias liberales y sus líderes. Pese a los continuos plebiscitos que se han hecho a la democracia liberal en estos últimos años, los líderes europeos y muy especialmente los grandes de la UE han inoculado a millones de personas una percepción de que había sacrificios que debían hacerse dictados por una élite tecnocrática que han resultado ser de más empobrecimiento personal, familiar y social, de menos dignidad vital. Es engañarse no ver que el contrato social se ha roto, que el ascensor social ha encallado, y que mucha gente, descolgada o no, busca culpables.
En Europa, va bien leer a autores como Houllebecq, que vienen anunciando a través de sus personajes una forma de vida desencantada, nihilista e individualista, con toques xenófobos, contra la migración y contra las mujeres, contra el sistema en definitiva. Suena políticamente incorrecto, pero los votos a Trump tenían mucho de ese aroma, como los de Salvini o Le Pen, que son los proyectos más preocupantes en Europa, y que ahora en España estamos empezando a descubrir, aunque aquí también parece que sean una marca blanca del PP para recuperar votos que estaban en la abstención hasta hace bien poco.
Hay que ofrecer una alternativa colectiva como europeos, desde un gobierno común y con un proyecto que ilusione de nuevo
Si la frustración dio pie al 15-M y auna nueva política en España, la ira en forma de votos ha mutado a otros partidos, que recogen frutos de las cuatro crisis profundas que ha vivido nuestro país en esta última década: económico-social, generacional, territorial y de falta de respuesta política, lo que genera una voluntad de implosión y de volver a un orden perdido cada vez mayor.
¿Qué lecciones podemos extraer tras un escenario que nos sitúa al mismo nivel que la vieja Europa, en un síntoma de que somos más europeos que nunca y que convivimos con los mismos demonios?
Una sociedad veloz, que como el libro los bárbaros de Alessandro Baricco, vive en la superficie sin escarbar en los problemas de fondo, quiere respuestas rápidas, estímulos fuertes y mensajes que nos permitan autoalimentar nuestros relatos.
La clave de bóveda es poder ofrecer una alternativa colectiva como europeos, desde un gobierno común, y con un proyecto que ilusione de nuevo a medio y largo plazo. Pero para eso hay que ceder, curiosamente.
Ofrecer un proyecto europeo sin que se tenga la impresión de que somos puros espectadores debe hacer reflexionar a líderes y ejecutivos comunitarios. No se nos puede consultar cada cuatro o cinco años, tenemos que participar del proyecto de refundación europea, sobre un nuevo contrato social, medioambiental y tecnológico-económico.
Llamar a un frente popular social que aspire a un nuevo modelo dentro de una economía de mercado no es una quimera
Un proyecto que pueda votarse, que pueda evaluarse, incluso a través de una herramienta que funde un modelo de nueva democracia europea, incluso reflexionando sobre un nuevo Tratado constitutivo de una mayor profundización de la democracia y libertades en el marco de la UE. Necesitamos un nuevo marco social y de derechos que reconstruya una sociedad europea desasosegada moral, política y socialmente.
El malestar no es únicamente europeo. En cada país hay que trabajar frente a las realidades cotidianas. Es imposible evitar el ascenso de movimientos de derecha extrema cuando se ha dejado de abordar durante una década la realidad catalana -que va más allá de un proceso judicial-, y cuando cualquier intento de solución para buscar una salida es una excusa para alimentar aún más la tensión de algunos, que ven Cataluña como una oportunidad para ganar votos en el resto de España. Por muy irresponsables que sean las declaraciones de algunos líderes catalanes, el Estado de derecho debe tener en el diálogo su herramienta más persuasiva para encontrar soluciones para Cataluña.
Hay que abordar también una crisis generacional, pues la gente joven se ve fuera del contrato social, de las decisiones, de sus destino. Y tras años de zozobra, la crisis económica deja un rastro sin precedentes, la vida se ha hecho mucho más compleja para la mayoría y mucho más sencilla para los más ricos. Y se percibe que muchos sectores han dejado de tener una estructura de servicio público para servir al mercado más que al progreso social. Y eso debe corregirse.
Una nueva visión a medio plazo desde la izquierda, debe pasar por la cesión de posiciones maximalistas: creer en un nuevo proyecto social imperfecto anclado en la equidad, la sostenibilidad y la justicia social y medioambiental, que tendrá retos que siempre han estado ahí pero en un contexto mucho más complejo, y en el que hay que preservar derechos amenazados por tiempos convulsos, que impiden a la gente levantar cabeza y ver el futuro, porque el presente les angustia.
Llamar a un frente popular social que aspire a un nuevo modelo social dentro de una economía de mercado no es una quimera, es un proyecto en positivo ante la ira por el miedo que causa este siglo. Ulrich Beck, entre otros, ya propuso y enseñó el camino de un nuevo contrato social para Europa. No se le hizo mucho caso y ahora pagamos la factura.
Los partidos de raíces progresistas deberemos demostrar si somos capaces de ofrecer un proyecto común
Los partidos de raíces progresistas deberemos demostrar si somos capaces de ofrecer un proyecto común renunciando todos a algunos postulados, o en su defecto dejaremos paso a la frustración que ya vemos que está mutando en odio. Porque cuanto mayor sea el fracaso social de la izquierda ante los retos actuales, mayor será la respuesta de la ira ante problemas que sectores de la población perciben como reales, y que permiten identificar culpables, como la inmigración, el modelo territorial, el comercio global, o la falta de respuesta europea. Es falso pensar que esos temas no creen angustia y odio en mucha gente; por ello, sin respuestas claras, eso no hará más que aumentar.
A medio plazo, la respuesta progresista será el barómetro por tanto de la nueva derecha extrema. Es el momento de ceder y unirse en un proyecto común, radicalmente social, profundamente europeo, cosmopolita e igualitario, recogido en un nuevo contrato social que amplíe la protección a los que, estando protegidos, se sienten expuestos, y a los expuestos que sienten que nadie los protege.
No se trata de hacer frente ni de cerrar el paso, sino de ofrecer un proyecto común ilusionante, progresista y de futuro. Renunciando todos a posiciones maximalistas. Del éxito depende un futuro menos oscuro para las generaciones futuras.
*** Pere Joan Pons es diputado del PSOE por Baleares y portavoz en la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso de los Diputados.