Acabo de leer el último libro de uno de los ensayistas más reconocidos, que gusta de escribir palabras con exceso de peso: “Categorizaciones”, “conservacionistas”, “externalización”, “potencialidades” (todas ellas aceptadas por la RAE). Y otras a las que la Academia aún no ha abierto sus vetustas puertas: “Separabilidad”, “bienestaristas”, “operacionalizarlas”, etc.
Lázaro Carreter, en El dardo en la palabra, ya nos advertía del “avance imparable de la afición a las palabras corpulentas y rollizas” por parte de quienes él llamaba burlonamente “pseudocultos”.
En una sociedad con tantos niños con sobrepeso; en una sociedad en la que están gordos, incluso, los supuestos revolucionarios (Rufián, Junqueras, Torra, Iglesias, Otegi, Tardá… que han pasado de las barricadas a las mariscadas), ¿cómo no iban a engordar nuestras palabras?
En el año que acaba de morir, a un periodista de Onda Cero le escuché “audicionar”; cuando Marta Pascal aún era la coordinadora general del PDeCat, dijo en una entrevista que sus portavoces parlamentarios “interlocutan” directamente con los portavoces parlamentarios del Partido Socialista (a los independentistas no les basta con romper España, quieren romper también el español); una periodista del diario Mediterráneo escribió “diversos comercios que aperturarán…”; y el presidente de la Diputación de Castellón habló de la “museización” de buena parte de las salas del castillo de Peñíscola. Los cuatro ejemplos anteriores aún no han sido aceptados por la RAE.
En nuestra época, una época egocéntrica, quienes alargan palabras lo hacen para darse importancia
Los académicos tienen que ser sensibles a los cambios, a las voces de las chabolas y los palacios. Ellos mismos se definen como simples notarios de la realidad. Un idioma semeja un armario: tiramos las palabras viejas que ya no usamos —acaban en el Diccionario histórico— y vamos adquiriendo nuevas. (La última edición del diccionario de la RAE ya no recoge palabras medievales). Sin embargo, no podemos adquirir neologismos a cualquier precio. Cansinos Assens conoció a un inventor de palabras, don Tirso el teólogo, que aseguraba que la Academia ofrecía un duro por cada vocablo nuevo. (En nuestra época, una época egocéntrica en que las nuevas tecnologías son espejos posmodernos, quienes alargan palabras lo hacen para darse importancia).
Ya no se culpa, se culpabiliza; ya no se idolatra, se idolatriza; no hay métodos, sino metodocidades; como “hibridación” no les parece lo suficientemente larga y pesada, utilizan “hibridización”… Vivimos rodeados de cebadores de vocablos que, influidos —ellos escribirían “influenciados”— por modelos ingleses y franceses, engordan las palabras hasta destrozarlas.
En el año de su muerte —1934—, a Ramón y Cajal ya le dolía nuestra lengua: “¿Qué lengua se habla en España? Presumo que el castellano; mas salpicado e infestado con tantos barbarismos, solecismos y galicismos que, si la Providencia no lo remedia obrando un milagro, acabaremos por convertir el idioma vernáculo en jerga. Hay que suscitar en nuestros noveles licenciados la emoción patriótica de la pureza y limpidez del lenguaje nacional”. A continuación, daba una lista de las incorrecciones más frecuentes: “Influenciar”, “posibilitar” (según don Santiago, este verbo lo inventó un ministro), “exteriorizar”, “obstruccionar” —otro neologismo parlamentario—… Hace unas semanas, en el Parlament, atizó a Torra con gracia Inés Arrimadas: “No es que seáis ‘procesistas’, es que sois ‘chiringuitistas’” (aludiendo a todos los enchufados del independentismo).
Decía Umbral que quien no sea capaz de forzar el lenguaje no puede ser un buen escritor, por eso él, “más que hacer novelas, quería deshacerlas, experimentar”; pero para hacer experimentos se necesita talento. Ortega y Gasset, al traducir del alemán Erlebnis, creó esa hermosa palabra que es “vivencia”, hace tiempo recogida por el diccionario de la RAE. Menos suerte tuvo don José con otra palabra, “quietivo”, creada para definir lo que no es motor, sino freno.
Un discípulo de Ortega, Julián Marías, escribía a veces “vivencia”; e, incluso, en alguna ocasión (como en las Meditaciones sobre la sociedad española) él mismo fue inventor: “Esas voces han sido desoídas o —si se me permite por una vez acuñar una palabra— desescuchadas”. Y uno de los hijos de don Julián, Javier, publicó un artículo en diciembre sobre el espanto que le producen vocablos como “empoderamiento” y “heteropatriarcal”, y “verbos cursis calcados del inglés más estúpido como ‘empatizar’, ‘socializar’, ‘interactuar’”.
Ya no se culpa, se culpabiliza; ya no se idolatra, se idolatriza; no hay métodos, sino metodocidades...
Siguiendo esa senda, en La crisis del catolicismo, ensayo publicado en 1969, Aranguren se refiere al uso de “implementación”: “Como dicen ahora algunos, con un anglicismo”. Los sesenta fueron la década dorada de los tecnócratas; el periodista Josep Meliá escribiría poco después una Carta abierta a los tecnócratas, a los que tilda de “profanadores del idioma”. Y añade: “Tenéis una varita mágica para crear palabras nuevas, para alargarlas. Os pone frenéticos el uso de los esdrújulos y de las palabras de más de cinco sílabas”.
Volviendo a Umbral, volviendo al talento para el experimento, él creó “derechona”, y escribió frases tan poéticas como: “La parra otoñece cada octubre, octubrece todos los años”. Para la tendencia a hablar durante el acto sexual, Cela propuso sin éxito “Coitolabia”. Otro gran creador de vocablos fue Lorca, como recuerda Manuel Altolaguirre en sus memorias: “Se entusiasmaba y entonces calificaba el suceso, la música o el paisaje con palabras que inventaba de pronto: ‘Chorpatélico’, ‘elepente’, ‘anfistora’. Palabras que utilizaba también para pedir algo: ‘Muchacho, tráeme un chorpatélico’. Y el camarero le traía una pajarita de Anís del Mono”.
“Solía dibujar como Rafael, pero me ha costado toda una vida dibujar como un niño”, confesó Picasso. Azorín se jactaba de haber dejado de ser un escritor brillante: “Con la sencillez en la forma he llegado a poder decir todo cuanto quiero, que es el mayor triunfo que puede alcanzar un escritor sobre el idioma”. Él tenía la ventaja de escribir como vivía. Pío Baroja, de cuya pluma brotó la mejor descripción de una calle que jamás he leído (“la calle era larga y olía a pan”), decía de Azorín que era largo en literatura y corto en palabras: “Cuando murió mi hermano vino a mi casa, me estrechó la mano y me dijo: ‘Todos tenemos que morirnos’. Y se marchó”.
Si hasta la física contemporánea ha demostrado que el universo está regido por tres o cuatro reglas simples, ¿quiénes somos nosotros para corromper la esencia de nuestra lengua? Ojalá no veamos su muerte por sobrepeso.
*** José Blasco del Álamo es periodista y escritor.