Este país no se cansa de elecciones, o eso parece. Deshecho el bipartidismo imperfecto hemos dado paso a un multipartidismo con opciones de pactos poselectorales obligatorios. Quizá algún día pasemos a la alianzas previas a los comicios, como en otros países europeos, pero de momento esa cultura no está en nuestros partidos. En esta circunstancia transitoria y muy competitiva, la clave es la utilidad del voto.
Esa cualidad depende del objetivo que cada elector quiera dar a su papeleta. Si se trata de protestar contra la situación o el Gobierno, a través de un partido que encarna la indignación -como en su día fue Podemos, y hoy Vox-, la utilidad está en depositar el voto donde haga más daño o se muestre más ese enfado. Es evidente que es inútil hacer este ejercicio en circunscripciones donde, a la hora del reparto, no se va a notar esa indignación o se beneficia a quien se quiere dañar.
Si el objetivo del voto es desalojar al Gobierno, tanto en sistemas proporcionales como mayoritarios, el elector suele optar por partidos que tienen esta utilidad, aunque no sean totalmente de su agrado. Lo mismo ocurre cuando el elector percibe que es necesario agrupar el voto para que no gane un adversario al que se identifica con un mal social -es el motivo del auge actual del PSOE de Sánchez a costa del hundimiento de Podemos y de mostrar el “peligro” de la derecha-.
El votante de oposición, aquí y en el resto de Europa, tiende a depositar su confianza en opciones de gobierno en elecciones donde se está jugando de verdad su vida cotidiana, como municipales y regionales, un poco menos en generales, y nada en las europeas. Todos somos europeístas, pero casi nadie sabe cómo funcionan las instituciones de la Unión Europea, y al votante común le es indiferente el juego de mayorías en el Parlamento de Bruselas.
La tecnocracia es pasado: desde el acelerón del independentismo catalán, la derecha está muy ideologizada
La traslación de este sucinto esquema al caso de la derecha española actual deja un manual de instrucciones muy curioso. Antes, en otras circunstancias más tranquilas de nuestra democracia, el votante de izquierdas era generalmente distinto al de derechas, si es que esta distinción se puede hacer sin amplios y justificados matices. El izquierdista era más ideológico que el derechista, que se caracterizaba por su pragmatismo. Esto permitió a José María Aznar, apoyándose en el legado unificador de Manuel Fraga, converger en el PP a casi todo el centro-derecha no nacionalista, con una fórmula clara: desalojar al PSOE del despilfarro y de la corrupción a cambio de la promesa de gestión eficaz.
Aquello asentó el bipartidismo imperfecto, pero hoy es distinto. Pasada la época del racionalismo y la tecnocracia, han vuelto las ideologías. El PSOE lo hizo primero. Durante la época de Zapatero se dejó atrás la socialdemocracia suave, el liberalismo social de González, para volver al discurso emocional, a la ideología, forzando el enfrentamiento como motor de la vida política.
El PP tardó más. Tras la victoria de Zapatero en 2008 Rajoy y el arriolismo quisieron enterrar el liberalismo y el conservadurismo, las ideologías, convirtiendo a su partido en un equipo de gestores que debía mostrar a los españoles que lo único importante eran los resultados económicos, el bienestar. Era la tecnocracia en todo su esplendor. Funcionó como contrapunto al desastre económico del zapaterismo porque fue el voto útil en 2011. Hoy esa fórmula no sirve porque la derecha está muy ideologizada desde el acelerón del independentismo catalán; esto es, a partir del verano de 2017.
Aquel desfase entre la fórmula tecnocrática y la resurrección de las ideologías supuso un desangre en el PP. Los populares estaban perdiendo votos desde 2015 por la izquierda, hacia Ciudadanos, por dos motivos: la corrupción y la dejación ante los golpistas -recuérdese el referéndum del 9-N de 2014-. Lo primero deshizo la imagen de buenos gestores, ese ideal tecnocrático; y lo segundo tocó la fibra sensible del votante de la derecha: la unidad de España.
El voto útil para el derechista fue entonces Ciudadanos, quien supo apropiarse de esas dos claves. Ahora, desde la elecciones andaluzas de diciembre de 2018, el PP pierde por la derecha, hacia Vox, partido híper-ideologizado. El voto útil fue en esa ocasión decantarse por “los principios”, la protesta, la vuelta a las esencias, la reacción frente al avance de la hegemonía cultural de la izquierda y la debilidad o el buenismo del PP marianista. Esa fue la baza útil de Vox.
Ciudadanos solo tiene una carta para presentarse como voto útil: arrogarse la misión de acabar con el extremismo
Desde entonces, el electorado del centro-derecha tiene tres opciones -PP, Vox y Ciudadanos- para calcular su fórmula de voto útil para regresar al poder o echar a Sánchez.
El PP juega en esta cuestión de la utilidad del voto con varias ventajas: su estructura nacional, su grado de penetración social y la historia gubernamental, algo que no tienen Cs ni Vox. Tiene a su favor, además, la rigidez ideológica de Vox, auto-encasillado en un discurso inamovible, mientras que el popular está en construcción.
Esto significa que el PP de Casado puede modelar su discurso ideológico tomando del voxista la protesta útil, como hizo Sebastian Kurz en Austria: la necesidad de un gobierno central fuerte, el cumplimiento estricto de la ley, y la vuelta a la igualdad entre españoles frente al feminismo supremacista. Esto debilitaría los puntos fuertes de Vox, que quedaría como refuerzo o voto testimonial.
Ciudadanos, en cambio, solo tiene una carta para presentarse como voto útil: dibujar un escenario peligrosamente polarizado, y arrogarse la misión de acabar con el extremismo y el enfrentamiento, apostando por el centro benéfico que modera a los viejos partidos, y que mantiene el espíritu de la Transición; es decir, el consenso político como motor. De ahí la política de fichajes, a derecha e izquierda, con personas que quieren reflejar su tarea de corrección de radicalismos.
Vox, por último, tan solo puede apelar al típico discurso de las minorías: ser el partido necesario para decidir gobiernos, que por su “pureza doctrinal” y “contrato electoral” puede enderezar a la otra derecha cuando necesite sus votos para reunir una mayoría. Si no adoptan esta retórica están perdidos porque el río de la política española está muy revuelto, pero se ven los peces.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.