Hay títulos que son mucho mejores que los libros a los que dan nombre. Le ocurrió a Vargas Llosa con La verdad de las mentiras y les pasó también a Juan Luis Cebrián y a Felipe González con El futuro ya no es lo que era, un libro menor donde los haya en el que su mejor idea se agotó en la cubierta. Menos es nada. Aquella sentencia, a mitad de camino entre el chascarrillo castizo y la reflexión metafísica, supo condensar en muy pocas palabras un diagnóstico que sólo con el tiempo terminaría por hacerse terriblemente certero. Creo que Felipe y Cebrián nunca quisieron acertar tanto como lo hicieron, pero los goles por accidente también suben al marcador. Y en esas estamos.
El futuro, esto es poco discutible, es una invención reciente. Aunque existieran oráculos desde los tiempos más remotos y la predicción se considerara como un signo inequívoco del saber científico, nada nos impide constatar que la confianza en el tiempo por venir y la esperanza injustificada en los días que vendrán es una aguda y afinada construcción cultural. Y todo lo construido (esto lo sabe mi sobrino de un año) puede deconstruirse, como decimos a veces los cursis, o directamente demolerse, como gustaba hacer Nietzsche con el martillo. Por eso ahora se hace trágicamente inteligible el mensaje que algunos jóvenes llevaban estampado en unas camisetas amarillas hará unos ochos. En letras negras podía leerse: “juventud sin futuro”.
Todavía recuerdo a mis alumnos con la mochila llena de libros y de vocación confesando su descrédito en el lema dolorosamente contradictorio y certero. Yo, sabedor de que les mentía bellacamente como el protagonista de San Manuel Bueno, mártir de Unamuno, trataba de convencerles de que eran otros los que no tenían futuro. Pero aquella generación de chicos fue la última que creyó en el mérito, el esfuerzo y en el cumplimiento de su parte del contrato. Aunque se olían el fraude decidieron seguir apostando en una partida con las cartas marcadas.
Después de aquellos días terminó por alcanzarnos el ruido y la pobreza del espíritu. Tanto que tuvimos que confesarnos -lo haría Zygmunt Bauman por nosotros poco antes de morir- como habitantes de la era de la nostalgia. Una palabra fantástica esta, puesto que parece griega sin serlo y, sobre todo, porque es un comodín estratégico para abrigarnos frente a la desesperanza y, ante todo, para protegernos de nuestra propia mediocridad. Vivimos en la era de la nostalgia porque se ha vuelto a recuperar la confianza de un pasado inexistente en el que podamos disfrutar de logros que nunca emprendimos.
La enfermedad de la nostalgia es la epidemia de nuestro tiempo y si no aplicamos ninguna terapia acabará por devorarnos
El Great Again de Reagan se ha plagiado hasta en las sedes más costumbristas, pero no nos confundamos. La querencia legítimamente nostálgica del pensamiento conservador o reaccionario no evidencia el signo de nuestro tiempo. Si vivimos en la era de la nostalgia es porque incluso cuando soñamos con hacer la revolución nos imaginamos haciendo la revolución de nuestros padres. Con barba, camisas estampadas y gafas de resina, por más que en lugar de adoquines imaginarios (aunque nos duela decirlo, nuestros padres nunca estuvieron en París) ahora llevemos un iPhone en la mano. El retorno de lo vintage no es más que un gesto cosmético con el que se quiere impostar una falsa dignidad sobre la escombrera de la historia. El verdadero nostálgico no añora sino que aspira, mordido por una enfermedad que en origen se definía mortal, a soñar como se soñaba entonces.
Hasta en eso de añorar volveremos a ser poco originales. Si los años 80 fueron los años de la memoria política en el Occidente desarrollado (España llega con su puntual retraso a la cita) el tiempo por venir será un tiempo distinto, un tiempo en el que la esperanza, aliada con la imaginación, comience a invertir su sentido hasta dirigirse a un pasado remoto y por ello infalsable.
Apunten la palabra y mirémonos al espejo para detectar los primeros síntomas de aquella pasión que, como toda enfermedad, no existió hasta que alguien decidió inventarla. Este caso es incluso singular ya que conocemos la fecha exacta de su nacimiento. Fue en 1688 cuando por primera vez Johannes Hofer, un médico casi debutante que leía su tesina en la Universidad de Basilea, puso nombre a la que después pasaría a convertirse en una noble enfermedad. Sin un examen de su genealogía, su propagación y sus formas será imposible interpretar el tiempo que viene. La enfermedad de la nostalgia es la epidemia de nuestro tiempo y si no aplicamos ninguna terapia acabará por devorarnos. Palabra.
*** Diego S. Garrocho es profesor de Ética en la UAM. Esta tarde presenta 'Sobre la nostalgia. Damnatio Memoriae' (Alianza Editorial) en la Librería Cervantes y Compañía de Madrid.