Ante el descrédito (con toda seguridad injusto, al menos en lo que tiene de generalización) de la clase política, y no solamente de la española, que un diputado ose publicar un libro que no sea de actualidad política o de memorias tempranas o crepusculares es, si me permiten, un milagro… o una excentricidad.
Que ese diputado demuestre un nivel cultural excelente, un conocimiento sobrado de la sintaxis y de las reglas gramaticales y que al mismo tiempo se exprese con gracia es, si me permiten, otro milagro… o una extravagancia.
Que el diputado sea riojano, tierra de nacimiento de la lengua española (la mejor o una de las mejores herencias legadas a nuestro continente hermano, a decir de Pablo Neruda), sea doctor de Filología Clásica, dominador del latín y del griego, y se llame Emilio del Río (Aemilius Rivi o Aemilius Fluminis) no es una casualidad.
El gracejo empieza en la portada, con la fotografía de la estatua de una suerte de Apolo con gafas de sol y mancha de lápiz de labios en la mejilla, sigue con el título rompedor de Latin lovers, y el subtítulo La lengua que hablamos (aunque no nos demos cuenta). Como bien dice Pepa Fernández, la directora de RNE-1 en la que cada domingo Emilio del Río nos hace disfrutar con su sección Verba volant, scripta manent, el latín y el griego no son lenguas muertas sino matadas por los sucesivos planes educativos. Están vivas o deberían estarlo pues son los padres de nuestro idioma… Y de nuestra civilización.
Emilio del Río demuestra una sorprendente capacidad para enseñarnos la relación entre los orígenes clásicos de nuestras palabras y estas mismas, con sus derivaciones y bifurcaciones, con su pluralidad de significados. Pero también se manifiesta como maestro para hilar palabras con la historia y los historiadores, con poetas y poemas, con novelas y novelistas, con películas reconocidas, en fin, con la mitología clásica y sus héroes. El conjunto resulta tan divertido como excitante para los sentidos. Su facilidad relacional, su ironía y su salero -que en latín tiene el sentido real y el figurado de “con gracia y agudeza”- permiten leer el libro de seguido pues cada página te permite disfrutar de algo nuevo o de sorprenderte de algo más o menos evidente pero desconocido o de descubrir… una palabra, un refrán, un lugar, un personaje.
El latín y el griego no son lenguas muertas sino matadas por los sucesivos planes educativos
El latín sigue vivo porque sin el latín -y sin la herencia romana (no en vano a nuestro sistema jurídico lo conocemos como romano-germánico, y tal vez sobre el complemento)- no seríamos lo que somos, al decir de Gardini… y de Emilio del Río que nos hace amar el latín (latín lover).
Pizza deriva del verbo pinsane (pisar), es decir es el pan pisado o plano. Terrina o tarrina vienen de terra, es decir, están hechos de tierra. Compañero deriva de panis, por lo que literalmente es el que comparte el pan. Biberón nace de bibo, bibere, aunque en latín para el acto de beber se utilizaba sobre todo poto, potas, potara (ir de poteo o de potes).
En cervus, que a su vez deriva del cuerno (cornu), está el origen de cerveza, que tiene el mismo color que el ciervo, que a su vez se llama así porque tiene cuernos. Cerdo viene del latín saeta que significa “pelo áspero, fuerte, grueso”. Tanto campeón como champiñón (y Campeador) derivan de campus, y jamón y gamba de camba. Vía láctea es el camino de la leche, derivado de lac, lactis. Desastre (dis-aster) es sin estrella, sin ayuda de los astros, sin orientación. Recordar viene del latín recordar, recordari, recordetus sum, que significa volver a pasar por el corazón (re-cor-dis). De moneo deriva la moneda que es una advertencia, y también se forma adminición.
Sabemos muchas cosas gracias a Emilio del Río. Que Ovidio nos cuenta que la única carne consumida en los primeros tiempos de Roma era la de cerdo. Que coincidiendo con el nacimiento de Jesucristo, Estrabón escribió una Geographia en diecisiete volúmenes, uno dedicado a Iberia. Que en la Roma antigua eran adictos a los juegos de azar y que los primeros emperadores fueron jugadores compulsivos. Que la expresión “craso error” viene del acontecimiento protagonizado por el cónsul, Marcus Licinius Crassus en el año 73 a.C.; el que Plinio llamó el “desastre de Craso”. Que fue Horacio quien utilizó por vez primera el rememorado y aconsejable “carpe diem”; o que la Estatua de la Libertad es un homenaje al mundo clásico y en concreto al Coloso de Rodas que portaba también su mano una antorcha, la libertad que guía el mundo. Que Argus recibió el encargo de Jasón para construir una nave, a la que puso su nombre y que tripularon los argonantes; de este mito viene el título de la película Argo, que por cierto, es también la denominación del sistema de gestión del Congreso de los Diputados. Que Colón se inspiró, para su viaje, en unos versos de la Medea de Séneca y muy en particular en uno de aquellos argonantes. Que Kant toma prestado de las Epístolas de Horacio el “sapere aude” (atrévete a saber, el gran reto de la Ilustración).
No quiero desvelar el libro, que en una genialidad, que imagino significará obra de un genio, pero no el de la lámpara de Aladín, sino de un ser de carne y hueso, comprometido con el saber, con la cultura, no como un tostón abstracto y plúmbeo sino entretenido, accesible, creíble. Gracias Aemilius por este libro que seguro es de éxito… (ya vas por la cuarta edición en España). Has creado una saga. Estoy seguro de ello.
*** Enrique Arnaldo Alcubilla es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Rey Juan Carlos.