Todo parecía indicar que el futuro de Francia se iba a debatir entre los liberales de Macron y los nacionalistas antieuropeos de Marine Le Pen, pero un actor imprevisto ha aparecido en escena forzando un cambio de guion.
El movimiento ciudadano de los Gillet Jaune, los chalecos amarillos, inicialmente brotado como una revuelta contra una subida de impuestos a los carburantes, ha venido a trastocar el ya precario equilibrio de la política francesa, poniendo en primer plano una sociedad afectada por profundos cambios que han trastocado su sistema de valores y sus estructuras sociales tradicionales.
Jérôme Fourquet, en un reciente libro titulado L'archipel français (El archipiélago francés), refiere cuáles podrían ser las causas de esta crisis.
Por una parte, el intenso proceso de descristianización vivido en Francia, con una reducción significativa de católicos practicantes, que afectaría a los tradicionales valores judeocristianos en torno a la familia, que estructuraba el voto conservador y, por oposición, también el voto laico-republicano. Por otra, el proceso de individualización de la sociedad, que busca la máxima diferenciación del individuo.
A esto hay que sumar la desaparición de otra religión, la roja, tras el desplome del partido comunista y de todas las instituciones que gravitaban a su alrededor, y que también ayudaban a ordenar una parte de la sociedad. Y, finalmente, el declive de los grandes medios de comunicación de masas y su sustitución por las redes sociales, donde la fragmentación refuerza el individualismo, al tiempo que las audiencias se ensimisman en grupos homogéneos que se escuchan sólo a sí mismos, mientras permanecen sordos a los argumentos de los demás.
Por añadidura, estos cambios se enmarcan en un proceso radical de transformación provocado por la mundialización y la crisis económica del 2008, erróneamente gestionada por la Unión Europea, bajo el control de una Alemania a la que Francia no ha sabido contrapesar.
Las clases medias han perdido sus expectativas en el futuro; tienen temor a que sus hijos vivan peor que ellos
Como consecuencia, la sociedad francesa se está fragmentando en diversos grupos cada vez más separados, desgarrando la mayoría social que apoyaba a los tradicionales valores republicanos, que cada vez se ven menos útiles y son más cuestionados.
Esto ha propiciado la aparición de una nueva élite insertada en la economía global, que vive en las grandes ciudades y que representa en torno a un 20% de la población. Este grupo, cuyo tamaño relativo es mucho mayor que en otras épocas, ha perdido contacto con la tradicional clase media que habita en las medianas y pequeñas ciudades, y por consiguiente ha dejado de vivir sus problemas como propios.
A su alrededor, en las barriadas de esas ciudades, vive la población descendiente de antiguos emigrantes y los procedentes de la nueva emigración, que realizan los trabajos de servicios de bajo coste y alta intensidad de mano de obra, aunque muchos de ellos se hallan en situación de subempleo y son fácil presa de las redes de delincuencia.
Otro actor social es el de la Francia periférica, que Christophe Guilluy sitúa en las pequeñas y medianas ciudades y en el mundo rural, en su reciente libro No society: la fin de la classe moyenne occidentale (No society: el fin de la clase media occidental), formada mayoritariamente por las profesiones medias, y que ha entrado en un proceso de rápido declive.
Los integrantes de este grupo social han perdido sus expectativas en el futuro; tienen temor a que sus hijos vivan peor que ellos, aunque todavía mantengan un aceptable nivel de vida, e intuyen que la globalización destruye sus empleos, vacía los centros de sus ciudades y pone en riesgo su modelo tradicional de vida, sin que la parte de Francia y Europa beneficiada por el proceso escuche y afronte sus problemas. Se sienten abandonados.
Es justamente de esta parte de la sociedad de donde ha surgido el movimiento de los Gillet Jaune, que ha supuesto un fuerte choque en la sociedad francesa con sus movilizaciones semanales y su cuestionamiento de la propia democracia representativa.
El descontento que ha hecho erupción en esta crisis ha recorrido soterradamente el país durante décadas
Macron, tras momentos de duda, ha intentado encauzar el movimiento a través de la aceptación de algunas de sus peticiones, un paquete de gasto público y, sobre todo, mediante el Gran Debate: un debate ciudadano que ha durado dos meses. Hay que reconocer la novedad de esta idea y la bravura del presidente al fajarse con cargos electos y ciudadanos sobre todos los temas.
Sin embargo, corre el riesgo de fracasar por la dificultad de concretar sus propuestas y porque parte de la sociedad lo ha visto más como una campaña de comunicación que como un instrumento efectivo para resolver los problemas. De hecho, el sábado siguiente al fin del Gran Debate los incidentes en París degeneraron en una batalla campal de violencia nihilista —violencia que ha estado presente desde el inicio—, que ha llevado al Gobierno a tomar medidas más duras y contundentes, prohibiendo las manifestaciones en los Campos Elíseos e implicando al ejército en su control.
Estos hechos no son más que la evidencia de que este movimiento no es meramente coyuntural, sino la confirmación y visualización del fin de la clase media que ha sostenido el consenso las instituciones de la República. Es el fin de una clase que, ya fuera desde posicionamiento de derecha, de centro o de izquierda, compartía unos valores comunes que permitían mantener sobre ellos las instituciones republicanas.
El descontento que ha hecho erupción en esta crisis ha recorrido soterradamente el país durante varias décadas. Dio señales de vida ya en la división del referéndum de 1992 sobre la moneda única europea, que los franceses aprobaron por un margen muy estrecho, y en el de 2004, que llevó al fracaso a la propuesta de Constitución Europea.
Lo cierto es que el cuestionamiento de las instituciones y del propio Estado no sólo aqueja a la clase media tradicional, que ha dejado de verlo capaz de resolver sus problemas, sino también a la élite globalizada que vive en sus ciudades insertadas en la economía mundial y necesitada de normas transnacionales que le permita continuar creciendo en ese proceso.
Tal es el grado de desapego, que en una reciente encuesta casi el 40% de franceses veía necesaria una revolución
A esto hay que añadir que la población emigrante, o sus descendientes, que vive en las periferias de esas ciudades también desconfía de un Estado que difícilmente puede controlar esos barrios y garantizar políticas de integración real. Tal es el grado de desapego, que en una reciente encuesta de Ifop casi el 40% de franceses consideraban que hacía falta una revolución.
No sabemos cómo se van a concretar política e institucionalmente estos cambios de valores de la sociedad y qué solución va a darse a la pérdida de legitimidad del Estado. El proceso está muy abierto: en las próximas elecciones europeas, Macron parece querer plantearlo como una batalla entre aquellos que están a favor de Europa y la democracia liberal frente a quienes se opondrían: Marine Le Pen, Mélenchon, Les Gillet Jaunes… Pero esa estrategia es arriesgada. Existe el peligro de profundizar con ella la fractura social en Francia, diferenciando entre los representantes de los valores republicanos, de una parte, y los otros, de otra, etiquetados en bloque como fascistas o populistas.
Quedarían de este modo estigmatizados millones de ciudadanos franceses. Una consecuencia probable de esta división sería un efecto muy negativo sobre la gobernación del país, tal vez imposibilitada en la práctica durante mucho tiempo. Otro efecto no menos negativo es que podría arrastrar a una parte importante de la población hacia posiciones políticas fragmentadas, incapaces de sumar mayorías y en algunos casos muy dañinas.
Francia se enfrenta al reto de construir una nueva mayoría que sustituya a la desaparecida clase media. Para ello debe encontrar las políticas capaces de unir a una mayoría de franceses rompiendo con los alicortos intereses identitarios de cada grupo. La existencia de esta nueva mayoría social es un requisito imprescindible para sostener nuevas instituciones que den estabilidad y permitan un horizonte de esperanza en un futuro mejor.
A ningún lector se le escapará que este reto no sólo afecta a Francia, acabamos de ver como en Holanda un nuevo partido de ultraderecha ha ganado las elecciones al senado, sino también a toda Europa, y de manera muy descarnada a España.
*** Ramón Marcos Allo es letrado de la Administración de la Seguridad Social.