París llora. Los historiadores y especialistas lo están viviendo -como todos, es cierto- consternados, de manera muy dolorosa. Ellos conocen más que nosotros la enorme cantidad de tesoros, de reliquias, de obras de arte que guardaba, o guarda, la inmensidad de Notre Dame...
Pero hay algo más, y así lo han declarado a los medios de comunicación: la Torre Eiffel es el símbolo de París, Notre Dame es el corazón de Francia. Notre Dame es la casa de Dios y de la Virgen María (recordemos la oración de Juan Pablo II a orillas del Sena en 1980) y es la riqueza literaria inagotable de Victor Hugo, de nuestra historia, de la historia de Francia y del mundo.
El incendio que comenzó alrededor de las siete menos diez en una de las partes más altas de ese monumento se propagó rápidamente, desmoronando el campanario y la torre en forma de flecha que semejaba el mástil de una embarcación. Ese ha sido el momento en que el corazón de Francia se ha roto, el instante más terrible, espantoso. No hablamos de un monumento nacional: es un emblema mundial de la paz y de la cultura occidental.
Como cada uno de los ciudadanos de este país también yo me siento muy abatida, atribulada. Notre Dame no es solamente para mí el refugio sagrado de mis soledades y tragedias individuales en medio de este largo exilio. Notre Dame es núcleo de sabiduría permanente, un lugar de regocijo histórico y de recogimiento espiritual para la humanidad.
Vivo a pocas cuadras de la catedral. Desde la ventana de mi casa podía contemplar horrorizada las llamaradas y las nubes rojizas que tiñeron el cielo parisino. Desde mi balcón se podía todavía, en la noche, oler el ambiente tiznado por millones de astillas quemadas que sobrevolaban la ciudad.
Los numerosos y continuados incendios en varias iglesias de Francia comienzan ya a convertirse en punto de intriga
El semblante del responsable de los bomberos no auguraba nada bueno. Pasarán décadas para poder restaurar lo perdido, si es que se puede. Los costos se calculan en millones y millones. La tristeza, la conmoción no se extinguirán en largo tiempo. Se habla ya de una recaudación popular a partir de ya mismo para poder asumir los distintos períodos de reconstrucción que habrá que asumir en el futuro.
Resulta asombroso que, enseguida, sin demora, y por supuesto antes de conocer los resultados de las investigaciones, se haya propalado la información de que el origen del incendio está probablemente en los trabajos de restauración que se estaban llevando a cabo desde hacía meses. Sin embargo, es fácil de imaginar que para contratar empresas de restauración y a trabajadores que lleven a cabo el tipo de trabajo minucioso de reconstitución de semejante monumento, patrimonio de la humanidad, se tomen todas, pero absolutamente todas las medidas. Si ése fuese el caso, sería obligatorio exigir una investigación exhaustiva acerca de los criterios bajo los cuales fueron contratados la empresa, o empresas, y cada uno de los trabajadores.
La alcaldesa de París, Anne Hidalgo, tendría que explicar claramente su punto de vista y su implicación personal, y quién sabe si no debiera dimitir de inmediato.
La pista terrorista no ha sido tomada en cuenta, o apenas se ha mencionado. Sin embargo, los numerosos y continuados incendios en varias iglesias de Francia, notablemente hace pocos días la iglesia de Saint-Sulpice, comienzan ya a convertirse en punto de intriga, de evidente sospecha. Pero el silencio es impuesto no sabemos desde dónde.
Lo que también es cierto que, a estas alturas, nada está asegurado, que la catedral continúa ardiendo cuando escribo estas apresuradas líneas, y que el tiempo y el viento de la madrugada y de esta primavera no son los mejores aliados. Y vuelve a surgir la duda de que esta tragedia acontezca en plena Semana Santa, y que el golpe sea en el mismo corazón de Francia, en el alma de Europa y de Occidente.
*** Zoé Valdés es escritora.