El espíritu tribal se encuentra tan arraigado en la psicología humana desde el alba de nuestra especie, y aún más allá, que no debemos hacernos ilusiones sobre su completa desaparición en un futuro más o menos próximo. Los que se alegran por ello, argumentan que, en el fondo, es mejor así, puesto que el sentimiento de pertenencia a un nosotros tribal, dotado de una historia, una lengua, una cultura etc., libera en los individuos fuerzas de cooperación y solidaridad decisivas para el mantenimiento de la sociedad.
¿Se podrían liberar esas fuerzas benéficas de otro modo? Sería conveniente, desde luego. Y hay que intentarlo, por difícil que parezca esa lucha por sustituir los mecanismos ancestrales de la cooperación y la solidaridad social. Porque el nosotros tribal requiere necesariamente la existencia de los otros, los de fuera de la tribu, los extranjeros y potenciales enemigos. Y en realidad el grupo propio resulta cohesionado en buena medida con el veneno del resentimiento hacia los otros, y la disposición a luchar contra ellos. Por eso, el espíritu tribal ha estado operando detrás de la mayor parte de las guerras de la humanidad (incluyendo guerras que superficialmente se han presentado como conflictos religiosos). Y, por supuesto, fue el motor principal de las devastadoras guerras mundiales del siglo XX.
Ante este historial de sangre, haríamos bien en buscar otras fuentes para la armonización social, el trabajo en equipo y la asistencia mutua. Y en buena medida, el proyecto de la Unión Europea pretende justo eso: desarrollar un espíritu comunitario entre pueblos con lenguas distintas, historias distintas y culturas parcialmente distintas. Una comunidad más allá del tribalismo y sus guerras... pero, ay, ¿podrá lograrse algo así?
Entretanto, el espíritu tribal-nacional está resurgiendo con fuerza, y amenaza con destruir el proyecto europeo, y devolvernos a la situación de un continente de fronteras y conflictos (quizás armados). ¿Cómo puede resultar atractivo un espíritu de índole semejante?
La trampa identitaria puede desgarrar la UE y cualquier otro proyecto de cooperación y unidad internacionales
En buena medida, su atractivo radica en la promesa de identidad: "Yo sé quién eres", susurra el nacionalista. "Yo sé quiénes somos". Y nos ofrece una identidad, cuyas raíces se hunden en la historia del país, y florecen en la propia lengua y en el carácter nacional. Nuestro carácter, nuestra lengua, nuestra cultura, nuestros antepasados, nuestra historia. Y todo eso, amenazado por la gran disolución mundialista. Amenazado por el establishment. Por las élites. Por Bruselas. Por Soros.
¿Y con quién estás entonces? ¿Con los que defendemos nuestra identidad, o con los que quieren aniquilarla? Piénsalo. Si se disuelve nuestra identidad nacional, te convertirás en una partícula insignificante e incomprensible...
Esta es la trampa identitaria. Y es una trampa tan destructiva, que no sólo puede desgarrar la Unión Europea, o cualquier otro proyecto de cooperación y unidad internacionales, sino que antes aún se cobra, como primera víctima, justo aquello que dice defender: el carácter y la cultura propias de la nación que asume un discurso identitario.
Semejante resultado es paradójico, pero inevitable. Pues el esfuerzo por identificar una esencia nacional, unos rasgos esencialmente nuestros, y distintos de los extranjeros, paraliza la capacidad de cambio gradual, de crecimiento, intercambio y adaptación, que es propia de todo lo vivo. En manos del identitario, la propia cultura cristaliza en formas fijas, inamovibles. Y se convierte en folclore, que es cultura muerta, y por tanto conservable a la manera en que los conservadores conservan siempre aquello que aman: en un museo, o en formol.
Ser identitario consiste en matar el impulso creador de la propia cultura, para mantenerla cristalizada y pura
Y es que, por lo que se refiere al carácter y la forma de ser propia de los pueblos ocurre algo semejante a lo que sucede con el carácter y la forma de ser propia de los individuos: sólo son auténticos en la medida en que son irreflexivos. Cada persona tiene una personalidad, si no piensa en ello. Pero si reflexiona sobre el tema, y trata de obrar conforme a la personalidad deducida de su reflexión, la falsifica. Como falsifica el escritor su voz cuando trata de responder a lo que piensa que el lector o el crítico identifican con él.
Ser conservador, pues, consiste en matar aquello que se ama, para que no cambie. Y, dentro de esta corriente, ser identitario consiste en matar el impulso creador de la propia cultura, para mantenerla cristalizada y pura en las formas que el identitario estima ideales, genuinamente nacionales.
Nicolás Gómez Dávila ya lo había advertido en uno de sus siempre lúcidos escolios: "La aparición del nacionalismo en cualquier nación indica que su originalidad agoniza".
Y esta agonía oculta tras la trampa identitaria, lo inane de este sucedáneo de identidad colectiva que se nos va a ofrecer como remedio a la pérdida del individuo en el mundo globalista, es algo que deberíamos tener muy presente en estos momentos. Sacrificar el proyecto de paz y concordia de la Unión Europea a cambio de una identidad nacional que será de cartón, de opereta y de coros y danzas, es un negocio muy malo. Y, sin embargo, vamos camino justo de eso.
*** Francisco José Soler Gil es profesor titular de Filosofía de la Universidad de Sevilla.