A mediados de la década de 1980 se cerró el debate sobre el modo de la Transición. Los últimos defensores de la ruptura entregaron sus armas ante la incontestable victoria del PSOE en 1982 y la hegemonía socialista que se abrió.
Hasta entonces, algunos habían defendido que la democracia, para ser digna, no podía partir de las entrañas de la dictadura. Era preciso, decían, hacer un punto y aparte, ajustar cuentas, y sentar las bases de un sistema que no fuera otorgado, parecido a una especie de régimen concedido graciosamente primero por Franco y luego por Juan Carlos I, su sucesor a título de Rey. Querían una República, la tercera, que pusiera las bases de una democracia auténtica.
No fueron solo izquierdistas, ni siquiera aquellos que seguían con las armas en la mano, como ETA, sino que la crítica provino también de la derecha. Lo que comenzaba a surgir en la España de los setenta como consecuencia de la Ley de Reforma Política era, aseguraban, un remedo lampedusiano, un que cambie algo para que no cambie nada.
El PSOE y el PCE, que pidieron la abstención para aquel referéndum de 1976 que lo transformaría todo, acabaron dándose cuenta de que la ruptura, una República sacada de la presión callejera, solo podía acabar como en 1936. Si alguien hizo creíble que eso que se estaba planeando fuera una democracia homologable a las europeas, y que se encauzaran los numerosos conflictos por vías legales, fue Juan Carlos I.
El Rey constituyó el centro convergente, en palabras de Guizot, de intereses muy distintos, incluso enfrentados
Mucho cabe decir para la generación que no ha conocido otra cosa que las formas y la mentalidad democráticas, sobre sus errores en lo personal, familiar e incluso político. No hay figura histórica que no tenga ese lado oscuro, que en ocasiones, quizá por acumulación, o posiblemente por la valentía que da en los acusadores la pérdida del poder del acusado, sale al final de su vida.
Es el caso de Juan Carlos I, cuya vida pública ha estado desde 2014 salpicada de escándalos que se iban encadenando, desde la cacería en Botswana, la relación con Corinna zu Sayn-Wittgenstein, el juicio y encarcelamiento de Urdangarín, la separación de la reina Sofía, o aquel “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir” que nos sonrojó a todos.
Lo que no sabe esa generación, y quizá otras han olvidado, es que el Rey Juan Carlos fue la pieza que permitió la Transición, ese delicado proceso que generó la democracia que hoy vivimos, con sus defectos, sí, pero también con todos sus aciertos. Aquel proceso solo podía ser una reforma rupturista para que fuera aceptado por la mayoría; es decir, por la variada oposición y las fuerzas del régimen.
El Rey constituyó el centro convergente, en palabras de Guizot, de intereses muy distintos, incluso enfrentados. Tranquilizó a las instituciones sobre las que se había asentado la dictadura, en especial el Ejército. Construyó una red con los políticos de la oposición, como Carrillo y González que, apoyados en los mejores dirigentes del franquismo, como Suárez y Fraga, permitió el consenso político que aceleró el proceso constituyente. Ese espíritu de concordia fue posible porque lo impulsó el Rey Juan Carlos.
Además, su imagen, juventud y maneras tranquilizó a la sociedad española. Se convirtió en el referente del cambio suave pero con paso firme hacia la democracia. Nada fue fácil, como demostró el temple de todos por los asesinatos de los abogados de Atocha, en enero de 1977, o el continuo desangre de militares, policías y civiles por el terrorismo.
La perspectiva histórica situará al Rey Juan Carlos como uno de los grandes monarcas contemporáneos
Especialmente duro fue el año 1981. El Rey aguantó la pitada que recibió el 4 de febrero en la Casa de Juntas de Gernika en reconocimiento del autogobierno vasco. Dos días antes ETA había secuestrado al ingeniero de la central nuclear de Lemóniz, José María Ryan. Los diputados comunistas y nacionalistas de HB y Laia no le dejaban hablar, mientras el resto del hemiciclo rompía en aplausos. A los dos días ETA asesinó a Ryan, y dos semanas después el teniente coronel Tejero entró en el Congreso de los Diputados.
La resolución de ambos casos mostraron a un Rey comprometido con el proceso, seguro de que era la única vía, y le granjearon una enorme popularidad. La Transición era un éxito, sin ruptura, sin República, sin ajuste de cuentas. Solo con la ley en la mano. A partir de entonces, el reinado de Juan Carlos I procuró décadas de tranquilidad equiparable a la del resto de democracias europeas, aunque hoy, como ocurre en Italia, Francia o Gran Bretaña, se encuentren grietas que comenzaron hace mucho tiempo.
Desde 2014 han vuelto las teorías de la ruptura, de que España tenía que haber roto con el franquismo si quería una democracia verdadera. En buena medida, esta opinión resucitó con la Ley de Memoria Histórica de Zapatero, en 2007, que arremetió contra la Transición como momento fundacional de la democracia en España, y se remitió a una mitificada Segunda República. Nacionalistas y populistas de izquierdas recuperaron aquel discurso que todavía hoy se oye.
No obstante, la perspectiva histórica situará al Rey Juan Carlos como uno de los grandes monarcas contemporáneos; posiblemente, el mejor hasta Felipe VI. Entre historiadores siempre se recuerda a Alfonso XII, el Pacificador porque concluyó la tercera guerra civil del XIX, cuyo corto reinado, aplaudido por la mayoría del pueblo español, cobijó el régimen que dio más tranquilidad y prosperidad al país desde el siglo XVII. Otros hablan de Carlos III, pero su popularidad no es medible. Hoy no nos damos cuenta, pero es más que probable que dentro de cien años, si es que aún existe el género historiográfico, habrá buenas palabras para ese tiempo vivido.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.